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El cuento excluído

Como si no tuviera nada para hacer, estoy armando el segundo libro de cuentos. Principalmente me encargo de la selección. El que sigue es un cuento que estoy por dejar a fuera. A ver si lo salvan.

El salvador del futuro

La historia del salvador del futuro se escuchó por primera vez en las calles de Guadalupe contada por el pelado Gutiérrez, miembro de Los caballeros de La Rosa del año 1997 a 2008. La historia había tenido lugar en su pueblo natal y una noche de invierno, cuando la botella de licor de menta ya casi se terminaba, al reparo de la basílica, así la contó a sus compañeros:

Una tarde de 1982, un grupo de chicos estaban jugando al fútbol en un campito a las afueras del pueblo cuando una luz azul brillante se divisó entre unos árboles. Sorprendidos por el suceso, en un lugar donde nunca pasaba nada, los amigos corrieron a ver de qué se trataba.

Para su sorpresa, en el lugar donde habían visto la luz, no encontraron más que a una persona. Vestía toda de blanco y su rostro era en extremo pálido. Otro dato, no menor, es que los muchachos nunca pudieron precisar si se trataba de un hombre o una mujer. Años más tarde, el gordo Fontana diría “que mirada severa tenía ese hombre” y ojera Martínez se asombraría al recordar que el la había encontrado perturbantemente atractiva.

El personaje se les acercó muy tranquilo y en un lenguaje que parecía forzado les preguntó:

-¿Dónde puedo encontrar a Máximo Beltrán?

Los chicos empezaron a divagar y a dar indicaciones que se contradecían. Aturdido, el visitante negó con la cabeza y abriéndose paso entre los jóvenes hizo una expresión con su cara muy parecida a la de alguien que toma un mate por primera vez.

Entró al pueblo por la calle principal y se detuvo en el primer negocio qué encontró. En la verdulería no había nadie más que el puestero, quien sin darle tiempo a preguntar nada, lo atacó con espinacas en oferta y manzanas que según él eran un lujo. El visitante no pudo pronunciar palabra y tuvo que salir de ahí sin la información que necesitaba. Lo hizo sacudiendo las manos, como si la situación lo empezara a irritar.

Siguió caminando, preguntándose a quién interrogar, cuando un patrullero de policía se detuvo junto a él. Los oficiales se bajaron y le pidieron documentación.

Como no tenía nada y hablaba muy extraño, no dudaron en cargarlo en el auto y llevarlo a la comisaría para tomarle declaración.

  • ¿Nombre?

  • Capitan Oliverio XX Omega.

  • ¿De dónde es, Oliverio?

  • Soy de acá, vivo en este pueblo.

-¿Cómo puede ser que viva en este pueblo, si nunca lo hemos visto antes?

Oliverio sonrió, sabía que la pregunta correcta que debían hacerle era, ¿De cuándo es, Oliverio? Pero evitó ese detalle.

  • Soy muy reservado, casi no salgo de mi casa. Puedo ir a buscar mis documentos allí.

Ninguno de los presentes en el interrogatorio le creía y la charla se estaba volviendo algo tensa. Entonces Oliverio volvió a intervenir.

  • Busco a Máximo Beltrán, ¿lo conocen?

Por supuesto que lo conocían, varón, 24 años, trabaja de changarín en los campos. Lo habían tenido sentado en ese mismo banquillo en más de una oportunidad.

  • ¿Y porqué lo busca?

  • Su vida está en riesgo y a los míos nos interesa que llegue hasta su destino con la menor cantidad de inconvenientes posible.

Los policías se quedaron mirando atónitos, ¿quién era este loquito vestido de blanco y quienes eran “los suyos”? Pero cuando volvieron de su ensimismamiento, el extraño personaje ya no estaba en la sala de interrogatorios. Y para salir ellos, tuvieron que abrir la puerta a la que minutos antes le habían echado llave.

Horas mas tarde, el visitante, del que estaba ya todo el pueblo hablando, había conseguido unas ropas oscuras para ponerse arriba y vagaba en busca de Máximo. Había levantado la pista de que por las tardes siempre se lo podía encontrar en alguno de los pocos bares locales, pero con poca suerte ya había entrado sin éxito a dos. Cuando abrió la puerta del tercero, una polvareda se levantó a la vez que la puerta que empujaba se arrastraba con fuerza contra el piso. El lugar tenía una iluminación deficiente y los resplandores que entraban por una ventana de vidrio sucio hacían que la atmósfera fuera más tétrica de lo que era en realidad, si eso era posible.

-Estoy buscando a Máximo Beltrán.

Nadie, excepto un muchacho, volvió la cabeza.

  • ¿Para que lo busca, compañero?

La voz, que atestiguaba ya haber sido entonada con más de una copa, salía de la boca de Beltrán.

  • Necesito verlo por que su vida corre peligro. No va a morir, pero quiero ahorrarle algunos inconvenientes.

Máximo no podía tomar en serio sus palabras, nadie podría haberlo hecho y resopló en el aire a la vez que le hacía una seña al mozo pidiendo otro vaso se Legui.

El forastero, ya perdiendo su paciencia se acercó a su objetivo, le apoyó su pesada mano en el hombro y lo invitó  a salir afuera a hablar. Cuando estuvieron allí, Beltrán a duras penas se mantenía en pie, el visitante se puso a mirarlo muy fijo. Todos los habitantes que se habían acercado por curiosidad, se mantenían a algunos metros a la espera del desenlace de la escena. ¿Qué le dirá? ¿Le traerá algún mensaje? ¿Le dejará plata? Nadie sabía muy bien por qué alguien se preocuparía por ese peón que nunca había hecho nada, pero la situación era por demás extraña e iba a ser el tema de conversación del día siguiente: nadie se lo quería perder.

Nadie pudo nunca explicar el final de la historia, pero mientras todos agudizaban el oído con el fin de no perderse un detalle, se escuchó un estruendo que lo hubiese escuchando hasta un sordo. El visitante le metió tal piña a Máximo Bletran que lo hizo dar media vuelta y caer desvanecido en el suelo. De la boca le saltaron dos dientes y una corona de metal.

El extraño visitante dejó caer sus ropas negras. Se tocó con el índice y en anular derecho el hombro izquierdo a la vez que en forma casi imperceptible decía “misión cumplida”. Y allí, ante la incrédula mirada de todos, desapareció.

- ¡No nos mientas, Guitierrez! -se quejó el judío Borestein.

- Esta es la más pura verdad, compañeros. Esa noche, Máximo Beltrán concurrió la guardia del hospital del pueblo con los dientes en la mano y la inflamación más grande que se haya atendido en el lugar. Cuando el odontólogo de turno lo vio, casi se cae de espalda. Bajo la corona perdida tenía una tremenda infección, que de no haber sido descubierta por los fortuitos y fantásticos acontecimientos, le habría producido sino la muerte repentina, un dolor de mil demonios. Lo que nunca nos enteramos en el pueblo fue qué providencial destino tendría Beltrán o, en todo caso, alguno de sus desentiendes.


Sonetos (parte 2)

Después del post de ayer, me acosté a releer los sonetos de Mairal. Conté las sílabas de los versos y no me daban todas 11. Me quejé en Twitter y cuando me desperté al otro día tenía la solución "pero cuidado con las sinalefas y demás trucos".

Rápido, nuevamente a Wikipedia:

Sinalefa: es la pronunciación en una sola sílaba de la vocal final de una palabra y la vocal inicial de la siguiente.

Y justo cuando me siento a escribir esta errata, Mairal me deja un comentario explicándomelo.

También me pasaron este sitio web http://lexiquetos.org/silio/ que cuenta sílabas.

Reescribo los 2 sonetos de ayer:

trato hecho le dijimos a aquel hombre

sacamos ese cartel y entramos ya

pintamos color rojo muy lindo acá

todo era dicha hasta que llegó el sobre

sin pausa lo abrí con uno de cobre

si ves el cuchillo siempre reculá

mama le enseñó a ir siempre marchatrás

es para disimular que soy pobre

siempre me alegra recibir noticias

mas cuando vienen así en tinta y papel

no resisto más la espera leo antes

uno nunca sabe si son caricias

o terminan siendo un triste gran cincel

olvídalo querida no te gastes

en la carta una tía me decía

pronto los visito mis queridines

sin pausa a arreglamos los jardines

ordenar es señal de cortesía

es como recibir un policía

lustro con esmero mis mocasines

en su lugar puse los arlequines

así trabajabamos noche y día

hasta que una buena tarde apareció

con los bolsos repletos de regalos

nos saludó Juanjo y señora esposa

si hasta todos los vecinos visitó

estuvo con nosotros cien veranos

en verdad nunca se fue la tramposa


Sonetos

Hoy en la facu leí el capítulo 1 de El gran surubí la Orsai N° 5. Lo distintivo de este folletín es que está escrito en sonetos. Me gustó la sonoridad, pero la sola lectura no me alcanzó para decodificar la métrica usada.

Wikipedia en mano, estuve estudiando un poco para reflotar conceptos que seguramente estudié en la secundaria.

A saber, este es mi machete para escribir sonetos:

Soneto = 14 versos de 11 sílabas = 4 estrofas = 2 cuartetos + 2 tercetos

1 cuarteto = 4 versos

1 terceto = 3 versos

Verificamos: 4 * 2 + 3 * 2 = 14

Si lo anterior era la sintaxis, lo que sigue es la semántica. Sobre qué hablar en cada parte (no es obligatorio, pero es una guía):

1° cuarteto: el tema

2° cuarteto: amplifica o desarrolla el anterior

1° terceto: reflexión sobre la idea central

2° terceto: remata con reflexión grave

En cada uno de los cuartetos riman el primer verso con el cuarto, y el segundo con el tercero: ABBA ABBA. Para los tercetos uso: CDE CDE.

Y ahí va mi primer intento:

trato hecho le dijimos al hombre

sacamos el cartel y entramos ya

pintamos de rojo muy lindo acá

todo era dicha hasta el sobre

pronto lo abrí con uno de cobre

si ves el cuchillo siempre reculá

mama le enseñó a ir marchatrás

es para disimular que soy pobre

siempre alegra recibir noticias

mas cuando vienen en tinta y papel

no resisto más y la leo antes

uno nunca sabe si son caricias

o tal vez terminan por ser gran cincel

olvídalo querida no te gastes

en la carta una tía decía

pronto los visito mis queridines

sin pausa a arreglar los jardines

ordenar es señal de cortesía

es como recibir un policía

lustro con esmero mis mocasines

hasta acomodo los arlequines

así trabajamos noche y día

hasta que una tarde ella llegó

con los bolsos repletos de regalos

nos saludó Juanjo y esposa

si hasta todos los baños visitó

estuvo con nosotros cien veranos

en verdad nunca se fue la tramposa


Charla en el subte subatómico

¿Cuál es tu favorito, el tiempo o el espacio? No se, nunca lo había pensado. A mi me gusta el tiempo, es más exclusivo. ¿Cómo es eso? Pensalo, vamos a poder estar aquí nuevamente, pero nunca vamos a poder estar ahora nuevamente.

Mala postal de Santa Fe 1

Vivo en la ciudad de Santa Fe desde el 2003 y como en todos los lugares, hay imágenes que se repiten. Estas son las postales de una ciudad. Hay de todos los colores, vivas y grises, buenas y malas. Hoy cuento una mala y es la siguiente:

Nueve de la noche verano, en algún barrio de la ciudad, probablemente no en el centro o la costanera, sino en un barrio barrio. Una nenita de unos diez años camina con una botella entre los brazos. Unos metros atrás el kiosco de turno. La nenita camina, haciendo fuerza para que no se le caiga el encargue, más pesado que las muñecas con las que a veces juega. La nenita camina, con la botella de cerveza entre las manos, recado de su papá, que la espera para apagar en su garganta el calor santafesino.


Entré a la farmacia Luz y Fuerza...

Entré a la farmacia Luz y Fuerza unos minutos antes de que cierren la puerta al público. Adentro éramos 300 almas. Apreté el botón para que me de un número. 318. Y a esperar. Por lo menos puedo sacar el celular y navegar un poco. Debo ser el mas joven, el resto de las personas son del club del PAMI o están tramitando el ingreso. Me distraigo leyendo un cuento de Cortazar, La señorita Cora, y cuando me doy cuenta van por el 315. Mejor me arrimo para cuando me llamen, las chicas del mostrador no tienen mucha paciencia y al segundo ya le incrementaron uno al contador. 316. Y ahí va otro que perdió su turno por despistado. Ahí lo veo agitando el brazo desde el fondo. Gordo, pelado y bajito, las tiene todas el pobre. Todo para llegar al mostrador, mirar para arriba y leer "No se atenderán números atrasados". 318. Yo, permiso. Hola, que tal? Tengo que llevar este medicamento, es para la alergia, toma la orden, la tarjeta de la pre-paga? Si, acá. Otro con paciencia fingida, yo estoy acá desde las 8 de la mañana para que este pibe venga a hacerse el relajado, te voy a pedir todo, todo y mas bien que no te falte ni una firma. Encima hoy me quería ir a comprar un pantalón al centro, que hora es? Las 8? Ahora ni ganas tengo. Te falta la fecha. Que fecha? La fecha de emisión, no te puedo vender un medicamento recetado sin fecha, tenes 30 días hábiles para buscarlo una vez que te lo recetan, pero si no tiene fecha no te lo puedo vender. Tiene que estar de puño y letra del medico. Pero si acá está la fecha, fecha de emisión dice. A ver, oh!, si al costadito. Ahora tengo que hacer mi risita tonta, lo quise sacar corriendo y me corrió él. Bueno, al fin de cuentas que culpa tiene. Te van a llamar con este numero, y después pasas por caja. Con el calor que hace me sorprende que no se descompense alguien. Bueno, a esperar de nuevo. Sigo con La señorita Cora. Uh! No termino de pensarlo que se desploma una vieja. 299 almas. 318. Firma acá, toma el papel, paga en caja y volvé a retirar el medicamento. Me dirijo a la cola. Dos segundos después viene una señora y me pregunta si soy el último en la cola. Recordando un cuento de un autor desconocido le sonrió y le digo que no, que ahora es ella.


El hijo del escritor

El Dr. Martín Hogara observó a su hijo terminar de leer la última página de un grueso volumen. Complacido respiró profundamente.

Martín Hogara Jr. tenía dieciseis años y era digno hijo de sus padres. El Dr. Martín Hogara era un escritor reconocido y su madre, profesora en la carrera Licenciatura en Letras de una prestigiosa universidad.

La verdad es que su hijo no había tenido siempre la actitud pulcra y erudita hacia la literatura que hoy lo revestía. Menos de un año atrás podía contar con los dedos de su mano la cantidad de libros que había leído y no pensaba requerir de la otra en mucho tiempo.

Martín era el capitán del equipo de fútbol de su escuela, jugaba al básquetbol en un club de su barrio y practicaba judo. Los fines de semana salía a correr por la costa y una vez al mes se iba de pesca con su tío a un río cercano. Por su puesto, los veranos practicaba natación. En todos sus estilos.

No..., nada parecía demostrar que fuese a seguir los pasos de sus progenitores, y esto verdaderamente tenía preocupado a sus padres. La historia hubiera seguido su curso si no fuera por lo que aconteció en cierta ocasión. En el verano de su décimo quinto cumpleaños, Martín se cayó del techo de su casa.

Era diciembre y su papá le había pedido ayuda para cambiar unas tejas del techo. El sol agobiante de verano al mediodía lo iluminaba desde arriba y en un momento empezó a sentirse mareado. Se le nubló la vista y de repente sintió un fuerte golpe, o al menos eso es lo que recordaba.

Cuando se despertó estaba en la cama de un hospital con sus padres a su alrededor. Tenía una pierna quebrada y vendas por todo el cuerpo. El yeso no le dejaba mover la pierna y, asustado, preguntó que le había pasado. Su padre con mucha calma lo tranquilizó y le explicó que se había mareado y caído del techo de la casa. Le dijo que no se preocupara, que en pocos días podría estar de regreso.

¡¿Qué no se preocupara?! Del sobresalto Martín casi cayó de la cama. ¿Qué pasaría con su equipo de fútbol, con la natación y el resto de los deportes que practicaba? Este, sin duda, no sería un buen verano.

Cuando regresó a su casa encontró su habitación limpia como no había estado en años. Su mamá la había acomodado especialmente para él. No había ropa ni pelotas tiradas, la cama estaba tendida y por la ventana entraba una agradable luz natural.

Ese primer día en casa fue terrible. El médico le había mandado a quedarse en reposo por varias semanas y esto no le había hecho ninguna gracia. Todo lo contrario, lo tenía de muy mal humor.

Durante la tarde, su padre fue a verlo. Le explicó que no debía sentirse mal, que en cambio debía aprovechar esa situación para hacer algo diferente. En ese momento Martín notó que su papá cargaba bajo el brazo algunos libros.

—Libros no, papá...

—Se que no te gustan mucho Martín, pero de verdad pienso que deberías darle una oportunidad a éste. Se llama Un capitán de quince años y fue uno de los primeros libros que leí.

Martín miraba con desconfianza la cubierta del libro. Desde ella, un chico que debía tener más o menos su edad lo miraba desde un barco ballenero. Su padre, sin decir otra palabra, salió de la habitación y cerró la puerta.

Cuando su papá fue a visitarlo al otro día, Martín lo esperaba ansioso. El libro de Julio Verne le había fascinado y, con mostrada ansiedad, le pidió otros. Su padre le llevó clásicos del mismo autor como De la Tierra a la Luna, Viaje al centro de la Tierra y Veinte mil leguas de viaje submarino.

No pasó mucho tiempo hasta que Martín le pidió nuevos libros y conoció Los viajes de Gulliver, la planta de naranja lima de José Mauro de Vasconcelos y los vericuetos de Daniel Sempere en la Barcelona de los años treinta.

Las mañanas y las tardes se inundaban de palabras y, por las noches, comentaba con su papá las obras que había leído. Incluso su madre una tarde se animó y le acercó un libro de poemas. Más allá de la indiferencia con la que se había relacionado en su vida con la poesía, se encontró retrasando su cena para terminar de saborear los versos de un tal Pablo Neruda.

Pasaron las semanas y a medida que su cuerpo se fue sintiendo más fuerte, también se fortaleció su gusto por las letras. Pasó por autores clásicos y contemporáneos. Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Ciencia ficción y fantasía. Día a día fue descubriendo joyas en todos los géneros y tiempos, que su padre con buen ojo le sabía enseñar.

Así pasó Martín Hogara Jr. el verano en que cumplió quince años, descubriendo un mundo que hasta ese entonces desconocía. Cuando en marzo ya estaba recuperado salió corriendo de su casa y jugó un gran partido de fútbol; como hacía mucho tiempo no jugaba. Cuando volvió a su casa se bañó y luego cenó con sus padres. Antes de dormir, prendió su velador y empezó a leer una nueva recomendación de su padre, Rayuela. Seguía siendo un deportista, pero su vida había cambiado ese verano.

El Dr. Martín Hogara observó complacido a su hijo. Sí. Si retrocediera el tiempo, volvería a empujarlo desde el techo de su casa.

Este cuento es parte de La máquina de los cuentos y otras ficciones.


La oficina media

Cuando Alfredo escuchó a la paloma arrullar desde la ventana levantó su cabeza de la computadora y la miró. Luego, como buscando una excusa para su momentáneo descanso laboral, miró hacia el gran reloj rojo que colgaba de una de las paredes de la oficina C del 3° piso. Eran las dos menos cinco. El horario de trabajo ya terminaba, pero hoy le tocaban horas extras y hasta las cinco no podría volver a su casa.

Volvió su vista a la computadora y siguió trabajando. Cumplir horas extras no era algo que le fascinara. De hecho, con las siete horas que trabajaba diariamente le alcanzaba para cumplir con sus obligaciones, pero el pago de las horas extras era un triunfo sindical y ser tan desagradecido de no aprovecharlas sería una falta de respeto imperdonable hacia los altos dirigentes del gremio. Aprovechaba su tiempo ordenando cosas, leyendo noticias en Internet y chateando con una puertorriqueña de veintiséis años y rulos esponjosos (o al menos esto era lo que Alfredo creía, pero la historia del plomero de estado mental cuestionable que entra a los salones de chat haciéndose pasar por mujeres de distintas nacionalidades centroamericanas la dejaremos para otra ocasión).

Otros en su misma situación eran Charly de contabilidad, Oscar que realizaba el mismo trabajo que Alfredo y un chico nuevo que todavía no encontraba su lugar en la gran maquinaria de burocracia estatal. El chico se llamaba Marcos.

—No se olviden de apagar la cafetera. —dijo Graciela la secretaria, que completaba el quinteto de personas que de mañana trabajaban en la C. Y así, con esas palabras, marcó la hora de su salida en una tarjeta y sin despedirse más que con esa advertencia, se fue.

Cuando el aroma a café quemado ya inundaba la sala, Marcos se acercó y cumplió con el mandato de la secretaria. Aprovechando que se había hasta allí, tomó un vasito de plástico y se sirvió un poco de café negro. Con una cucharita de metal sacó azúcar del pote que todos los meses Graciela llenaba con el aporte de dos pesos por cabeza y se dispuso a beber. El color de la bebida, cual néctar de los dioses en el imaginario de Marcos e ideal para ese día lluvioso, se le presentaba negro y brilloso, casi con un brillo del color de los rubíes. Pero cuando lo llevó a su garganta...

—¡Puaj! —exclamó, y con la cara retorcida hizo que la bebida, ahora más parecida a asfalto que a elixir, pasara por su garganta.

—¿Qué pasó Marquitos? —le gritó Oscar desde el fondo. —¿No está rico el café de Graciela? —mientras con una risa que lo desbordaba carcajeaba para sus adentros. Oscar hacía veinte años que trabajaba allí y con nutrida experiencia ya conocía las cualidades, si se permite el adjetivo, culinarias de Graciela. Ya desde chiquita había demostrado tener nulas, sino negativas, habilidades para la cocina. Su primer intento fue un budín inglés de regalo para su madre por el día de su santa, Santa Ana. Nadie puede a ciencia cierta asegurar si era rico o si era feo, pero desde entonces ha estado en la familia y es la mejor tranca para la puerta del patio que la familia de Graciela nunca tuvo.

Ya recuperado de la experiencia organoléptica, y mientras tiraba por el inodoro del baño el café que quedaba, Marcos pronunció estas palabras, iniciadoras de un cambio fundamental que se daría en la oficina:

No todo lo que reluce es oro.

Mientras su cabeza, como rebotando en el aire, asentía sus propias palabras, los otros tres hombres de la oficina dejaron lo que estaban haciendo para mirarlo. Aunque entre si no se dieron cuenta de que todos miraban lo mismo, en los ojos de los tres estaba el mismo brillo, y en sus labios, la misma pregunta. Alfredo, decidido a conocer la respuesta se puso de pie, aclaró su garganta y enunció:

Ni toda la gente errante anda perdida.

Casi sin dominar su cuerpo, Charly se paró sobre sus ciento veinte kilogramos y con su cabeza ergida, barba canosa y cabellera ausente, dijo:

A las raíces no llega la escarcha. El viejo vigoroso no se marchita.

Súbitamente Oscar, que miraba a todos como si estuviera viendo fantasmas, con sus ojos bien abiertos y con algo de vergüenza, apagó su cigarrillo y lanzó:

De las cenizas subirá un fuego. El descoronado será de nuevo rey.

Silencio total.

¿Podría ser cierto?, ¿ser verdad lo que los tres hombres estaban pensando? Oscar, Charly y Alfredo se quedaron mirando a Marcos, Marquitos.

Marcos, que se había quedado con el vasito de café en la mano hipnotizado al ver los repentinos movimientos y manifestaciones de poesía, no supo que hacer. Lentamente dejó el vaso sobre su escritorio y hasta amagó a darse vuelta y salir despacito como Graciela, pero a él también le tocaban horas extras hoy.

Entonces, quitándose la coraza con la que había estado yendo al trabajo, dejó entrever una sonrisa y gritó:

Se forjará la espada rota.

La oficina se transformó en una imprevista avalancha de gritos y aullidos, festejo y alegría. Gritos como los que darían un grupo de Hobbits al bajar corriendo de una colina en La Comarca luego de realizar una travesura. Sus tres compañeros se acercaron a Marcos, lo saludaron con un apretón fuerte de manos, como si fuese su primer día en la oficina y todos rieron juntos, felices de haberse encontrado en el mundo oficinista.

Desde ese día las horas extras en la oficina C del 3° piso ya no fueron las de antes; Alfredo, Charly, Oscar y Marcos juegan a su juego de rol preferido mientras la oficina se convierte en la Tierra Media.

Este cuento es parte de La máquina de los cuentos y otras ficciones.