En una aldea al lado de un río, hace cientos de miles de años, vivía
Urgh. Le habían puesto ese nombre porque ese había sido el ruido que hizo
su madre cuando Urgh salió de entre sus piernas. El idioma era sencillo
por esos días. Por ejemplo, «dolor» se decía «arrgh» porque ese era
el quejido que alguien había hecho cuando se le cayó una piedra en el pie.
Así como el idioma era sencillo, las relaciones entre humanos también
lo eran. De chico Urgh había visto cómo trataba su papá a su mamá y
en la adolescencia intentó hacer lo mismo. A pesar del hecho de que sus
compañeros lo practicaban regularmente y comentaban las satisfacciones
obtenidas, a Urgh le hacía un poco de ruido eso de elegir una hembra del
montón, pegarle un garrotazo en la cabeza, arrastrarla de los pelos hasta
el interior de su cueva y en la oscuridad poseerla.
Lo había intentado un par de veces, pero el resultado nunca había sido
como lo esperaba. Una vez golpeó muy despacio y la hembra se despertó
mientras era arrastrada, lo mordió y huyó corriendo. Otra vez golpeó muy
duro y la hembra no se despertó más. Tenía que haber una técnica mejor.
Urgh estaba cavilando estas ideas, sentado, con un pie en el río, cuando
Eigh se le acercó y empezó a beber agua. La miró un buen rato hasta que
se animó a hacer la pregunta que tenía en su cabeza desde hacía tiempo.
---Eigh, ¿a ustedes les gusta que les peguemos en la cabeza?
Eigh lo miró atónita, como si hubiese dicho una blasfemia, pero luego se
inclinó para un costado, como si estuviera pensando y le contestó.
---No, la verdad que no. Por lo menos a mí no. Creo que a mi mamá y a mis
hermanas tampoco.
---¿Y qué te gusta, Eigh?
---No se... las flores. Las de color lila.
Urgh se fue corriendo y en menos de un minuto regresó con un racimo de
flores lilas mezcladas con un poco de pasto y tierra que había arrancado. Le
extendió el brazo a Eigh y se las dio.
---Tomá, para vos.
Eigh desconfió un poco, pero luego las tomó. Se las acercó a la nariz
y las olfateó. Se sonrió y un color rojo le brotó de las pálidas
mejillas. Miró a Urgh y volvió a sonreír. En ese momento Eigh sintió
un incontenible deseo de saltar encima de Urgh. Pero no lo hizo.
---Bastante bien ---le contestó---. Los hombres tienen que ser así, dulces.
---¿Dulces?, ¿como las naranjas? ----preguntó Urgh y se chupó el antebrazo
para investigar a qué sabía.
---No, no dulces así. Suaves.
---¿Como los conejos?
---¡No, Urgh! Suaves, así ---Y acarició la mejilla peluda de su compañero
con el dorso de su mano.
Urgh se puso muy nervioso e instintivamente tanteó el suelo en busca de
su garrote.
Eigh se dio cuenta de estos movimientos e instintivamente le tomó la
mano y se la apoyó en su pecho. Los dos cavernícolas se miraron y se
sonrieron. Luego se fundieron y fue la primera vez que Urgh poseyó a una
hembra. Eigh por su parte, había disfrutado de esa miel de la que solo había
probado unas gotas cuando se despertaba de los garrotazos. Esa noche se fueron
a vivir a la misma cueva. Urgh se había convertido en el primer romántico.
Al otro día, Urgh, fascinado con su descubrimiento, no veía la hora
de seguir experimentando. Inventó nuevos regalos y conquistó a muchas
jovencitas del valle. Collares de diente de sable, bocadillos de mamut
y perfumes de distintas flores que no servían para comer. Su índice de
conquistas era tan superior al de sus amigos garroteros que pronto todos
empezaron a pedirle consejos. Ese día incluso se fueron a una aldea vecina
a probar sus técnicas. Urgh pasó de ser el primer romántico a ser el
primer casanova.
Volvió a su cueva muy entrada la noche, cansado y extasiado. Eigh lo
esperaba en la puerta con el garrote que él había dejado.