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El hijo del escritor

El Dr. Martín Hogara observó a su hijo terminar de leer la última página de un grueso volumen. Complacido respiró profundamente.

Martín Hogara Jr. tenía dieciseis años y era digno hijo de sus padres. El Dr. Martín Hogara era un escritor reconocido y su madre, profesora en la carrera Licenciatura en Letras de una prestigiosa universidad.

La verdad es que su hijo no había tenido siempre la actitud pulcra y erudita hacia la literatura que hoy lo revestía. Menos de un año atrás podía contar con los dedos de su mano la cantidad de libros que había leído y no pensaba requerir de la otra en mucho tiempo.

Martín era el capitán del equipo de fútbol de su escuela, jugaba al básquetbol en un club de su barrio y practicaba judo. Los fines de semana salía a correr por la costa y una vez al mes se iba de pesca con su tío a un río cercano. Por su puesto, los veranos practicaba natación. En todos sus estilos.

No..., nada parecía demostrar que fuese a seguir los pasos de sus progenitores, y esto verdaderamente tenía preocupado a sus padres. La historia hubiera seguido su curso si no fuera por lo que aconteció en cierta ocasión. En el verano de su décimo quinto cumpleaños, Martín se cayó del techo de su casa.

Era diciembre y su papá le había pedido ayuda para cambiar unas tejas del techo. El sol agobiante de verano al mediodía lo iluminaba desde arriba y en un momento empezó a sentirse mareado. Se le nubló la vista y de repente sintió un fuerte golpe, o al menos eso es lo que recordaba.

Cuando se despertó estaba en la cama de un hospital con sus padres a su alrededor. Tenía una pierna quebrada y vendas por todo el cuerpo. El yeso no le dejaba mover la pierna y, asustado, preguntó que le había pasado. Su padre con mucha calma lo tranquilizó y le explicó que se había mareado y caído del techo de la casa. Le dijo que no se preocupara, que en pocos días podría estar de regreso.

¡¿Qué no se preocupara?! Del sobresalto Martín casi cayó de la cama. ¿Qué pasaría con su equipo de fútbol, con la natación y el resto de los deportes que practicaba? Este, sin duda, no sería un buen verano.

Cuando regresó a su casa encontró su habitación limpia como no había estado en años. Su mamá la había acomodado especialmente para él. No había ropa ni pelotas tiradas, la cama estaba tendida y por la ventana entraba una agradable luz natural.

Ese primer día en casa fue terrible. El médico le había mandado a quedarse en reposo por varias semanas y esto no le había hecho ninguna gracia. Todo lo contrario, lo tenía de muy mal humor.

Durante la tarde, su padre fue a verlo. Le explicó que no debía sentirse mal, que en cambio debía aprovechar esa situación para hacer algo diferente. En ese momento Martín notó que su papá cargaba bajo el brazo algunos libros.

—Libros no, papá...

—Se que no te gustan mucho Martín, pero de verdad pienso que deberías darle una oportunidad a éste. Se llama Un capitán de quince años y fue uno de los primeros libros que leí.

Martín miraba con desconfianza la cubierta del libro. Desde ella, un chico que debía tener más o menos su edad lo miraba desde un barco ballenero. Su padre, sin decir otra palabra, salió de la habitación y cerró la puerta.

Cuando su papá fue a visitarlo al otro día, Martín lo esperaba ansioso. El libro de Julio Verne le había fascinado y, con mostrada ansiedad, le pidió otros. Su padre le llevó clásicos del mismo autor como De la Tierra a la Luna, Viaje al centro de la Tierra y Veinte mil leguas de viaje submarino.

No pasó mucho tiempo hasta que Martín le pidió nuevos libros y conoció Los viajes de Gulliver, la planta de naranja lima de José Mauro de Vasconcelos y los vericuetos de Daniel Sempere en la Barcelona de los años treinta.

Las mañanas y las tardes se inundaban de palabras y, por las noches, comentaba con su papá las obras que había leído. Incluso su madre una tarde se animó y le acercó un libro de poemas. Más allá de la indiferencia con la que se había relacionado en su vida con la poesía, se encontró retrasando su cena para terminar de saborear los versos de un tal Pablo Neruda.

Pasaron las semanas y a medida que su cuerpo se fue sintiendo más fuerte, también se fortaleció su gusto por las letras. Pasó por autores clásicos y contemporáneos. Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Ciencia ficción y fantasía. Día a día fue descubriendo joyas en todos los géneros y tiempos, que su padre con buen ojo le sabía enseñar.

Así pasó Martín Hogara Jr. el verano en que cumplió quince años, descubriendo un mundo que hasta ese entonces desconocía. Cuando en marzo ya estaba recuperado salió corriendo de su casa y jugó un gran partido de fútbol; como hacía mucho tiempo no jugaba. Cuando volvió a su casa se bañó y luego cenó con sus padres. Antes de dormir, prendió su velador y empezó a leer una nueva recomendación de su padre, Rayuela. Seguía siendo un deportista, pero su vida había cambiado ese verano.

El Dr. Martín Hogara observó complacido a su hijo. Sí. Si retrocediera el tiempo, volvería a empujarlo desde el techo de su casa.

Este cuento es parte de La máquina de los cuentos y otras ficciones.


Feriantes

El domingo fue nuestra primer experiencia ofreciendo nuestros libros en una feria. Me gustó.


Twitpic: 11/12/2011

Ya estamos en la Plaza Pueyrredon, los esperamos!

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Twitpic: 08/12/2011

Estos son unos capos. Visto en la terminal de colectivos de Santa Fe.

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La oficina media

Cuando Alfredo escuchó a la paloma arrullar desde la ventana levantó su cabeza de la computadora y la miró. Luego, como buscando una excusa para su momentáneo descanso laboral, miró hacia el gran reloj rojo que colgaba de una de las paredes de la oficina C del 3° piso. Eran las dos menos cinco. El horario de trabajo ya terminaba, pero hoy le tocaban horas extras y hasta las cinco no podría volver a su casa.

Volvió su vista a la computadora y siguió trabajando. Cumplir horas extras no era algo que le fascinara. De hecho, con las siete horas que trabajaba diariamente le alcanzaba para cumplir con sus obligaciones, pero el pago de las horas extras era un triunfo sindical y ser tan desagradecido de no aprovecharlas sería una falta de respeto imperdonable hacia los altos dirigentes del gremio. Aprovechaba su tiempo ordenando cosas, leyendo noticias en Internet y chateando con una puertorriqueña de veintiséis años y rulos esponjosos (o al menos esto era lo que Alfredo creía, pero la historia del plomero de estado mental cuestionable que entra a los salones de chat haciéndose pasar por mujeres de distintas nacionalidades centroamericanas la dejaremos para otra ocasión).

Otros en su misma situación eran Charly de contabilidad, Oscar que realizaba el mismo trabajo que Alfredo y un chico nuevo que todavía no encontraba su lugar en la gran maquinaria de burocracia estatal. El chico se llamaba Marcos.

—No se olviden de apagar la cafetera. —dijo Graciela la secretaria, que completaba el quinteto de personas que de mañana trabajaban en la C. Y así, con esas palabras, marcó la hora de su salida en una tarjeta y sin despedirse más que con esa advertencia, se fue.

Cuando el aroma a café quemado ya inundaba la sala, Marcos se acercó y cumplió con el mandato de la secretaria. Aprovechando que se había hasta allí, tomó un vasito de plástico y se sirvió un poco de café negro. Con una cucharita de metal sacó azúcar del pote que todos los meses Graciela llenaba con el aporte de dos pesos por cabeza y se dispuso a beber. El color de la bebida, cual néctar de los dioses en el imaginario de Marcos e ideal para ese día lluvioso, se le presentaba negro y brilloso, casi con un brillo del color de los rubíes. Pero cuando lo llevó a su garganta...

—¡Puaj! —exclamó, y con la cara retorcida hizo que la bebida, ahora más parecida a asfalto que a elixir, pasara por su garganta.

—¿Qué pasó Marquitos? —le gritó Oscar desde el fondo. —¿No está rico el café de Graciela? —mientras con una risa que lo desbordaba carcajeaba para sus adentros. Oscar hacía veinte años que trabajaba allí y con nutrida experiencia ya conocía las cualidades, si se permite el adjetivo, culinarias de Graciela. Ya desde chiquita había demostrado tener nulas, sino negativas, habilidades para la cocina. Su primer intento fue un budín inglés de regalo para su madre por el día de su santa, Santa Ana. Nadie puede a ciencia cierta asegurar si era rico o si era feo, pero desde entonces ha estado en la familia y es la mejor tranca para la puerta del patio que la familia de Graciela nunca tuvo.

Ya recuperado de la experiencia organoléptica, y mientras tiraba por el inodoro del baño el café que quedaba, Marcos pronunció estas palabras, iniciadoras de un cambio fundamental que se daría en la oficina:

No todo lo que reluce es oro.

Mientras su cabeza, como rebotando en el aire, asentía sus propias palabras, los otros tres hombres de la oficina dejaron lo que estaban haciendo para mirarlo. Aunque entre si no se dieron cuenta de que todos miraban lo mismo, en los ojos de los tres estaba el mismo brillo, y en sus labios, la misma pregunta. Alfredo, decidido a conocer la respuesta se puso de pie, aclaró su garganta y enunció:

Ni toda la gente errante anda perdida.

Casi sin dominar su cuerpo, Charly se paró sobre sus ciento veinte kilogramos y con su cabeza ergida, barba canosa y cabellera ausente, dijo:

A las raíces no llega la escarcha. El viejo vigoroso no se marchita.

Súbitamente Oscar, que miraba a todos como si estuviera viendo fantasmas, con sus ojos bien abiertos y con algo de vergüenza, apagó su cigarrillo y lanzó:

De las cenizas subirá un fuego. El descoronado será de nuevo rey.

Silencio total.

¿Podría ser cierto?, ¿ser verdad lo que los tres hombres estaban pensando? Oscar, Charly y Alfredo se quedaron mirando a Marcos, Marquitos.

Marcos, que se había quedado con el vasito de café en la mano hipnotizado al ver los repentinos movimientos y manifestaciones de poesía, no supo que hacer. Lentamente dejó el vaso sobre su escritorio y hasta amagó a darse vuelta y salir despacito como Graciela, pero a él también le tocaban horas extras hoy.

Entonces, quitándose la coraza con la que había estado yendo al trabajo, dejó entrever una sonrisa y gritó:

Se forjará la espada rota.

La oficina se transformó en una imprevista avalancha de gritos y aullidos, festejo y alegría. Gritos como los que darían un grupo de Hobbits al bajar corriendo de una colina en La Comarca luego de realizar una travesura. Sus tres compañeros se acercaron a Marcos, lo saludaron con un apretón fuerte de manos, como si fuese su primer día en la oficina y todos rieron juntos, felices de haberse encontrado en el mundo oficinista.

Desde ese día las horas extras en la oficina C del 3° piso ya no fueron las de antes; Alfredo, Charly, Oscar y Marcos juegan a su juego de rol preferido mientras la oficina se convierte en la Tierra Media.

Este cuento es parte de La máquina de los cuentos y otras ficciones.



Cuento para chicos: El recreo más largo de la historia

Me acaban de llamar desde mi escuela primaria. Salí por videconferencia en la presentación de un libro de cuentos para chicos donde aparece un texto mío. El dibujo que lo acompaña fue hecho por un alumno de 5to grado de la escuela Sagrado Corazón de Jesús y todos los autores somos Pellegrinenses.

Esta historia ocurrió cuando era chico. Ahora ya soy grande, por supuesto. Estoy en 2° grado de la primaria y el próximo año mis compañeros y yo vamos a ser los más grandes del patio en el turno tarde. Los hechos tuvieron lugar en el jardín de infantes de esta misma escuela, y se convirtieron en lo que fue el recreo más largo de la historia.

Fue realmente largo. Duró 2 semanas. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Estábamos en clase de dibujo con la señorita Carla, el calor de la primavera se hacía sofocante algunos días y todos, como hipnotizados, pasábamos monótonamente nuestras ceritas de colores sobre las hojas Canson A3. Mi brazo parecía el péndulo de un reloj que ya funcionaba solo a fuerza de tal aburrimiento. Entonces llegó la salvación, el timbre del recreo sonó y todos salimos corriendo dejando nuestros dibujos a la mitad.

Era el recreo de la comida, o recreo largo. Le decíamos así por que duraba 15 minutos y los otros dos solo 5. En los cortos uno no alcanzaba a salir, pasar por el baño, tomar agua en el bebedero, patear un par de pelotas, que ya tenía que regresar. En cambio el recreo largo era otra cosa, era otro mundo. Uno podía caminar tranquilo, sin tener que atropellarse para llegar al baño, comprar un sanguche o una factura, comer con los compañeros mientras charlaba de dibujos animados e incluso gastarle una buena broma a las chicas. Era la mejor parte del día.

Nos encontrábamos en medio de una de esas bromas cuando mi reloj marcaba que iban 13 minutos del recreo. Más vale que nos apuremos, le dije a Mariano, sino no llegamos. Lo ayudé a darle los últimos ajustes al andamiaje que habíamos preparado. Apretar unas tuercas por aquí, tensar unas correas por allá. Y lo más importante, llenar el recipiente con agua y pintura.

La idea original era esta: cuando toca el timbre de regresar al aula, las chicas siempre son las primeras, antes que cualquier maestra. Y de las chicas, la primera siempre es Sofi. Ahora que miro el pasado, me doy cuenta de lo linda que era Sofía (a fin de año se cambio de colegio). Me gustaba, me tenía loco, y por eso era siempre ella, y no otra, el blanco de mis travesuras.

Volviendo a la idea, Sofi sería la primera en entrar, la puerta estaría convenientemente cerrada. Al girar el picaporte, accionaría un mecanismo de correas y poleas para que el recipiente lleno de agua roja caiga sobre sus hermosos cabellos rubios y los tiña. Un clásico. Al menos en la tele.

Digo que esa era la idea original, por que todo resultó totalmente de otro modo. Por empezar, el timbre del final del recreo nunca sonó. Mi reloj marcaba que llevábamos 16 minutos de libertad, y el timbre que todos los días era religiosamente accionado a horario por Gaspar, un ex militar que nos daba carpintería pero hacía a las veces de celador, no había sonado. Lo segundo que llamó mi atención fue que una de las maestras de la salita verde nos empezó a repartir caramelos y nos agrupó en el fondo del patio. Se veía algo rara y cuando nos hablaba le temblaba la voz.

Pero lo que cambió realmente todo fue un grupo de hombres vestidos de negro que vimos pasar por un pasillo. Tenían las caras cubiertas y en las manos armas de juguete. Al menos eso fue lo que la de la verde nos dijo.

Luego tres cosas sucedieron casi al mismo tiempo y bastante rápido. Primero se escuchó un ruido fuertísimo, como si mil petardos explotaran a la vez contra el portón de los Peretti. Luego un montón de personas salieron corriendo de una de las aulas. Esto fue realmente extraño, por que no las habíamos visto entrar. Lo tercero que pasó fue que 2 patrulleros y un camión de bomberos se hicieron presentes a toda velocidad entrando tan bruscamente al patio que rompieron las rejas que dan a la calle. La voz del comisario se oyó a través del altoparlante. “Están rodeados, dejen salir a los chicos y luego entréguense”.

El siguiente recuerdo que tengo es estar sentado en una ambulancia, tomando agua fresca con mi mamá al lado. Un médico decía algo de shock post traumático, pero yo no se qué quiere decir. Al otro día también alcancé a reunir un poco más de información en el noticiero, pero enseguida mi papá cambió de canal. Decían algo sobre un grupo comando que había querido robar el banco que está al lado de la escuela. Yo los únicos comandos que conozco son los del video juego.

La cuestión es que con todo ese alboroto no volvimos a la escuela hasta 2 semanas después y fue por eso el recreo más largo de la historia.

El verdadero problema para mí en todo esto tuvo lugar cuando volvimos a la escuela e hicimos una fila fuera del aula. No recordé que el mecanismo para nuestra broma seguía preparado hasta que vi a la directora girar la perilla y entrar primera. Entró rapidísimo y salió pintada de rojo. Yo no entré ese día al aula, me había ganado un pasaje directo a la dirección.