El barrabrava que no fui

Hoy, después de mucho tiempo se vuelve a jugar un clásico en la ciudad de Santa Fe. En el último ganó Unión y luego descendió de categoría.

El viernes a la mañana llevaba a mi mujer al trabajo y escuché en la radio que empezaba la venta de entradas.

Nunca voy a la cancha. Me sobran los dedos de la mano para contar las ocasiones y no las recuerdo a todas, pero, en ese momento, no se por qué, me invadió una fiebre sabalera. Lo llamé a mi tío que suele ir y averigüe los pormenores. Manejé hasta la cancha, pregunté a uno que barría un enorme escudo pintado en el piso, me indicó que a la vuelta, llegué y estacioné.

La cola era de unas cincuenta personas y la venta no había comenzado. Faltaban cuatro horas.

Hasta ahí me duró la pasión. Me fui, mintiéndome que a la tarde volvería, o de última el sábado a la mañana.

Es domingo por la mañana y escucho en la radio que todavía siguen vendiendo entradas (al parecer exageraron un poco los que acamparon desde las tres de la mañana por su ticket). Ya se que no voy a ir a la cancha, me anoté para cubrir el turno de hoy en la feria del libro, pero no puedo dejar de imaginar al barrabrava que no fui: de lentes para distinguir algo en el campo de juego, flaquito, pálido, mal afeitado y sin peinar. De seguro, el terror de los policías de turno. Solo sería cuestión de escurrir el rumor sobre un loquito en la hinchada, científico loco o algo así, capaz de armarte una bomba con gas de gaseosa de segunda marca, trapo de bandera y el aceite que chorrean los chorigol.

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