Basado en hecho reales...
Un cuento basado en hechos reales...
¿Por qué no cojió esa nocho Guido Pividoni?
A Guido lo conozco de la primaria, pero hasta esa noche no lo había vuelto a ver.
Ya es más de media noche. Estoy llegando tarde al cumpleaños de mi prima y acelero por una avenida libre de autos con la esperanza de llegar a picar algo.
Increible, hice en menos de diez minutos el trayecto que de día me toma media hora.
Hay autos estacionados en toda la cuadra, excepto frente a las cocheras: las opciones son estacionar en la mano contraria o hacerlo tapando la entrada de la casa de mis tíos. Elijo la segunda y después de intentar entrar y volver a salir un par de veces, el auto queda estacionado más o menos donde debería. Camino por detrás del auto. La vereda en esa parte es extremadamente alta, tanto que para llegar desde la calle hay que subir una especie de escalón de un metro: doblo la rodilla y me impulso hacia arriba, con tan mala suerte que golpeo con la cabeza un canasto de basura que el Demonio colgó de uno de los árboles.
Siento el golpe, el repentino ardor. Al no saber qué me golpeó, instintivamente llevo mi cuerpo hacia abajo y termino apoyando las palmas de las manos en el suelo.
Me levanto y me toco la cabeza. Con la yema de dos dedos siento como una parte de cuero cabelludo se me levantó. Me miro la mano y está llena de sangre. Alcanzo a tocar el timbre y el que me abre es uno de los primos pequeños, uno de doce años. Me mira y después se da vuelta: “¡¡¡El tío Juanjo tiene sangre en la cara!!!”. Siento que me pongo pálido. Me acompañan hasta el baño y cuando me veo al espejo tengo media barba de pintura roja. Un par de manos acompaña la herida hasta abajo del chorro de la canilla y desde mi perspectiva veo como un litro de agua colorada se va al desagüe. “Tenemos que ir a una guardia”, dice alguien y cuando me doy cuenta estoy sentado en un auto camino al hospital más cercano. Presiono una toalla oscura contra la herida y siento como la patilla se me pone dura de sangre reseca.
En la guardia me preguntan mi obra social. Me siento a esperar. Cuando ambos brazos ya se me acalambraron de sostener la toalla me hacen pasar. La doctora escarba en mi cabeza para mirar y hace un gestito de dolor. “Te hiciste un siete, vamos a tener que ponerte unos puntos”. Me acuesto y me ponen anestesia local: “esto puede arder”, advierte. Luego, solo siento las sombras de los movimientos de la doctora. Siento la fuerza que hace para que la aguja atraviese mi cuero cabelludo pero no el dolor del pinchazo, siento como tira del hilo para ajustarlo pero es tan vaga la sensación que ni siquiera llego a contar cuántos son los puntos. “Acá podría hacerle un punto más”, dice la doctora. Y le pide un bisturí a la enfermera. Con ayuda del filo me corta un poco de pelo y completa el que dice es el quinto.
“Ahora la enfermera te va a poner la antitetánica”.
La doctora se va y nos deja solos. Ella mira la orden y dice para los dos con un poco de sorpresa: “ah… no es de las que se ponen en el brazo. Te debe haber dado esta para que haga efecto más rápido”.
Miro a la enfermera abrir el descartable y pienso: “¿Qué culpa tiene?”. “¿Qué culpa tiene la enfermera para tener que verme el culo peludo?”.
Salgo rengueando y vuelvo al auto. Ahora vamos a la farmacia a comprar los antibióticos, el material para higienizar la herida y la antitetánica para reponer la que usaron conmigo. Vamos a una de esas 24 horas. Hay dos personas haciendo cola, un viejo y una chica joven. Veo que alguien más quiere sumarse, así que acelero el paso y ocupo el tercer lugar. El que queda cuarto parece tener mi edad.
Llega mi turno y entrego la orden. El farmacéutico la mira: “Mmm, no che, una letra del nombre de la obra social está tachada, fijate, era una F y arriba le hicieron una D. Vas a tener que volver a que te corrijan la orden”. “¿De verdad?”, le digo con la mejor cara de poco amigo que puedo lograr e inclinando levemente la cabeza hacia delante para que me vea los vendajes.
“Dale loco... ¡es un centímetro de tinta!, ¿no podés darmelos igual?”.
Que sí, que no, retórica va, contra retórica viene. Le digo que los dos somos piezas muy chiquitas en un sistema que solo busca exprimirnos el jugo, que si no nos ayudamos entre tuerquitas, no nos ayuda nadie. Lo convenzo. O al menos yo creo haberlo convencido; es eso o decide atenderme solo por la cola de cinco personas que se formó luego de que estuviéramos discutiendo media hora. No importa, la cuestión es que mientras va recolectando los distintos items de mi lista se frena en uno. Trato de no mirar para atrás pero el murmullo de puteadas de los que están en la cola me empuja contra el blindex. “La antitetánica no dice la concentración”. No tengo idea de lo que me habla. “Si no dice la concentración te tengo que vender la de concentración mínima, pero para un adulto se suele usar la de 500. Tendrías que volver a la guardia y que te lo anoten…”. No termina de hablar. Sabe que después de lo de la obra social mal escrita esto es un detalle. Se acerca con la orden y un teléfono: “Acá está el número, llamá y preguntá”. Yo me atrinchero cerca del cuadradito del blindex para evitar que alguien ocupe mi lugar y llamo rápido, pido con la doctora y obtengo la confirmación. “Si, dice que 500”. Podría haber llamado al 110 y habría sido lo mismo.
El farmacéutico me entrega una bolsita con todo y le pago, pero antes de dejar mi lugar la reviso. “Che, una consulta, esto no es iodopovidona, ¿no?”. “A ver… uh, tenés razón, te estaba vendiendo otra cosa”. Le presto atención a la cara de dormido del farmacéutico y ante la duda vuelvo a revisar lo que me vendió, sobre todo los antibióticos. “Hay una diferencia de cuatro pesos”, me grita. “Bueno, dame unos caramelos de miel”, le contesto. Se queda mirándome. “No, vos me tenés que pagar cuatro pesos más”. “Ah… bueno, dale, sí, sí, no hay problema”. A esa altura ya somos casi compinches con el farmacéutico. Miro el reloj, ya pasó una hora desde que le entregue la orden. Me da el frasquito: iodopovidona. Povidona, povidona...
¡AHHHHHHH!, ya se de dónde me sonaba esa cara. Me doy vuelta. El que siguen en la cola es Guido Pividoni, de la primaria. Esa noche por fin había convencido a una compañera del trabajo y habían terminado en su departamento. Cuando ya estaban acostados ella lo frenó en seco: “No, sin forro yo no cojo”. Pividoni buscó en el cajón y no encontró nada. “Para, aguantame”, le dijo. “Bajo a la farmacia y en cinco minutos vuelvo, vos no te muevas de acá”.

Anoche tuve un pequeño accidente que disparó esta historia.
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