El día que me robé un chiste de Quino
Este post fue migrado de un blog hecho con Wordpress. Si se ve mal, dejame un comentario y lo arreglo.
Tengo doce años, o trece, o catorce. O, tal vez, diez. Estoy en esa sala de espera de dos por uno, paredes blancas casi totalmente cubiertas de diplomas, asientos de cuerina que rechinan y revistero con ejemplares de la década anterior.
Estoy solo, esperando. La sala tiene tres puertas. Una da a la calle y es por donde entré. La otra da al escritorio de la secretaría y la acabo de golpear. La tercera, desde la que viene un sonido agudo y eléctrico, el sonido de una pequeña rueda de piedra girando a muchas revoluciones, un sonido que se enciende y que se apaga a intervalos casi regulares, es la puerta que da al consultorio del dentista
Ahora se abre la segunda puerta, la de la secretaria. Liliana es joven y tiene rulos negros que siempre aparentan estar húmedos. Me dice que ya me va a atender el doctor, que cuando termine con la paciente que está viendo ahora sigue conmigo.
Viendo. Un eufemismo.
Tomo una de las revistas y paso, sin mirar, las páginas hasta llegar al final. Hasta las historietas. Hay una de Quino. Leo. Me río, pero no estoy seguro de que haya entendido del todo el chiste. Los chistes de Quino siempre tienen dos niveles. Uno superficial, con el que se puede reír hasta un chico de nueve años y otro, uno más profundo. Yo me concentro en esa otra parte. En tratar de entender el lado B del chiste. El lado que para ser comprendido necesita algo más que haber leído lo que dicen los personajes o visto el dibujo. A veces necesita que el lector haya leído cierto libro, o conozca tal pintura, o haya escuchado cierta noticia.
Arranco la página con el chiste y me la guardo en el bolsillo de la campera.
Estoy dejando la revista en su lugar cuando se abre la tercera puerta. Sale una mujer agarrándose la cara con la mano izquierda. Con la derecha, cierra tras de sí la puerta.
---Siguiente ---llaman con la voz de un dios mitológico unos segundos después.
Abro la tercera puerta e ingreso a ese espacio luminoso en donde una multitud de herramientas filosas cuelgan expuestas, expectantes, esperando a ser utilizadas. Sin mediar palabra, me acuesto dócil en el asiento reclinado.
Entonces me asalta un temor, una duda. ¿Me habrá visto el dentista cortar la hoja de la revista?
Busco sus ojos. Los encuentro, penetrantes, ojos de dinamita que me miran detrás del barbijo. No necesito ver las muecas que pueda hacer con su boca. Con los ojos le alcanza para decirme que fue testigo del momento en que le robé la historieta y la guardé en el bolsillo de la campera.
Intento levantarme pero no puedo. Estoy rodeado por él en su sillón en un flanco y por el brazo hidráulico que le sostiene las herramientas en el otro.
Me unta una especie de gel sobre la encía y luego me apunta con una jeringa el lugar exacto donde antes estuvo untando. Siento como la aguja se clava con fuerza y temo que la punta aparezca del lado de antro de mi boca. De la bandeja que sostiene el brazo hidráulico toma un par de herramientas metálicas que tintinean entre sí y, en mi desesperación, en las notas producidas por el azar, descifro una melodía fúnebre.
Ya no tengo dudas. Sabe de mi fechoría y me va a torturar hasta que confiese.
Empieza con un gancho que parece un anzuelo de pescador y lo introduce entre dos muelas.
---¿Duele? ---me pregunta con sádico placer mientras escarba con el instrumento.
Yo, que no puedo hablar por la anestesia, abro grande los ojos y emito un sonido gutural para decirle que sí, que me duele.
---Vas a tener que aguantar ---me dice sin mirarme, como única respuesta. Y con el pie acciona un interruptor que pone en funcionamiento una especie de torno de mano, su herramienta preferida. No puedo verlas, pero imagino que cuando el artefacto entra en contacto con mis dientes, una catarata de chispas saltan en el aire como si mi boca fuera la de un volcán en erupción.
Trato de resistir. Clavo las uñas de las manos en los posabrazos de mi asiento y doblo los dedos de los pies tratando de retenerme a la superficie de la Tierra. Nada es suficiente.
Adivino una sonrisa de placer bajo el barbijo. Esa visión y el sonido de la rueda que gira imparable rebotando contra mis dientes le ponen fin a mi resistencia. Exhalando me doy por vencido y confieso.
---Fui yo, yo me robé el chiste de Quino ---Pero las palabras no salen. Apenas un balbuceo que no logra atravesar las capas de saliva, sangre y dolor.
La secretaria Liliana entra al consultorio y me ve tirado, sangrando, a mitad camino entre la resistencia y la deshonra. Me doy vergüenza.
Se acerca a donde estoy. Desde mi posición solo puedo ver sus piernas. Hasta que se agacha y levanta algo del suelo.
----¿Esto es tuyo?
Mi botín. La página con la historieta. A presencia de prueba, la confesión ya no es necesaria.
---¿Te gusta Quino? ---me pregunta el dentista, y se baja el barbijo para que le salgan mejor las palabras.
Muerto de vergüenza ante la prueba que me condena, ya vencido, asiento con la cabeza.
---Si querés ---me dice---, cuando te vayas, fijate en el revistero. Creo que las revistas que están ahí tienen historietas de ese tipo. Llevate las que quieras. Y vos, Liliana, a ver si renovamos el catálogo, que ahí todavía hay revistas de cuando este era el consultorio de mi padre.
Hoy le entregaron a Quino el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Vaya mi humilde homenaje en forma de cuento. El texto lo escribí esta tarde como tarea del taller en el que participo. Es una primera versión, seguramente muy mejorable.
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