Xolopes #7
Este post fue migrado de un blog hecho con Wordpress. Si se ve mal, dejame un comentario y lo arreglo.
Auto, colectivo o transfer, de una forma u otra, todos llegamos al aeropuerto. Una vez ahí, a armarse de paciencia. Esperar que el vuelo aparezca en las pantallas, que no esté retrasado, ir al mostrador, despachar las valijas, ¿no me habré excedido en el peso? 16 kg, me sobró lugar. Luego a esperar nuevamente, pre-embarque, embarque y ahora sí. Estoy sentado en el avión. Una mole de miles de toneladas de acero alrededor mío. Ubicado en un reducto ínfimo, incómodo. Miro para los costados y los demás parecen estar en otro mundo. Algunos juegan con sus teléfonos, otros miran la pantalla o leen una revista. ¿Cómo pueden estar tan tranquilos? ¿No se dan cuenta de que en menos de un minuto el capitán va a encender los motores, o ya los tiene encendidos pero los va a utilizar, y vamos a pasar todos de estar en la seguridad de tierra firme a estar en la nebulosa, en un limbo? Ahí pasó una azafata y me pidió que me ajuste el cinturón y ponga derecho el asiento. Me empiezan a transpirar las manos. El avión se ubica en la punta de la pista de despegue. Empieza a carretear. No puedo evitar sentirme en el lomo de un pterodáctilo que corre por la pista. Aguanto la respiración. Repaso las oraciones de un rosario como si quisiera ametrallar con mis palabras al pelado de adelante. El corazón me late. Y ahora, de un momento para otro, dejo de sentir el rugoso asfalto bajo las ruedas del avión que ya se han despegado de él y lentamente, imagino, vuelven a formar parte de la mole de acero. Suena una campanita y se apaga el cartel luminoso que indicaba que nadie podía levantarse."Hemos pasado los 10.000 metros de altura", anuncia el capitán.
Este texto es parte de la novela Xolopes. En pre-venta en este blog.
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