Cuentos sobre subtes
Este post fue migrado de un blog hecho con Wordpress. Si se ve mal, dejame un comentario y lo arreglo.
Estas historias escritas bajo tierra son parte de mi segundo libro de cuentos, Los caballeros de la Rosa.
Magia subterránea
Luego de un día caluroso de trabajo en la Capital Federal, me metí en el subte como una forma rápida de llegar a mi departamento. Llevo dos años viviendo en esta ciudad y ya perdí el entusiasmo de los primeros meses por el tren subterráneo. Mi cara ya es la de todos los porteños, aburrida, de mirada perdida o con los ojos sobre alguna lectura ocasional, escuchando los ruidos de la vía de fondo. Por suerte, para variar un poco, en la línea D siempre hay algún “espectáculo”. Un viejo borracho cantando folklore, un joven chileno que se cree Luis Miguel, con su guitarrita al hombro tratando de enamorar a alguna señora, o un tanguero de los arrabales. En esta ocasión fue el turno de Marcos, de México: mago.
Cuando las puertas se abrieron y me apuré a entrar, la función ya estaba empezada. Agitaba en sus manos un mazo de cartas mientras señalaba victorioso una con el dedo, seguramente antes elegida sin mostrársela por alguno de los pasajeros. Volvió al extremo del vagón y se acercó a una señorita que no le prestaba nada de atención. La colegiala estaba encerrada en sus propios pensamientos y se asustó cuando él le acercó su mano por detrás de la oreja. Una tras otra empezó a sacar cartas, sacó la baraja completa sin conseguir arrancarle una sonrisa a la única persona que había despertado su interés. Acostumbrado a perder, se resignó y siguió adelante con su show, a fin de cuentas se acercaba la noche y necesitaba dinero para poder comprar comida.
“Hacer este tipo de truco siempre me da mucha sed”, decía mientras sacaba de su improvisado baúl una caja grande de zapatillas, una lata abierta de una renombrada marca de Cola y un vaso de tergopol extra large. Nos mostró el vaso mientras empezaba a derramar gaseosa dentro de él. Para sorpresa de la audiencia, soltó el vaso en el aire y logró la ilusión de que el mismo era sólo sostenido por el chorro de bebida que caía desde un poco más arriba. Logró ganarse el aplauso de todos los que mirábamos asombrados y hasta la joven que se había mantenido inmune a sus encantos se corrió de atrás de su coraza y batió un par de veces las palmas. Cuando llegamos a la estación Agüero, se despidió con una reverencia y se bajó. Antes de hacerlo había puesto la lata de gaseosa dentro del vaso y los había colocado en el piso del subte.
Varios nos quedamos mirando los elementos, especialmente los que habían comentado cosas como “debe tener unos hilos sosteniéndolo”. Uno se animó y decidido juntó los objetos del suelo. Con cara de sorpresa se los mostró a los demás: no había nada. Pero lo realmente sorprendente ocurrió unos segundos después. En la siguiente parada, tras las aperturas de las puertas, Marcos, el mago mexicano, entró y le quitó de las manos los recipientes al sorprendido pasajero. “Permiso, me olvidé esto”. Y, antes de que las puertas volvieran a cerrarse, salió. No sin antes guiñarle un ojo a la muchacha que lo miraba sin comprender. Tras de sí, el mago subterráneo, dejó la catarata de aplausos más grande que yo haya escuchado.
Violonchelo
Con violentos golpes hace sonar las cuerdas del violonchelo. Sentado en un banco de la estación Pueyrredón, el artista recibe las monedas de su público circunstancial en el fondo de un sombrero con alas. Gris y gastado, el recuerdo del abuelo le hace de caja de ahorros a la vez que lo protege del invierno cuando sale a la superficie.
Con violencia, pero con gracia, le va arrancando las notas al pesando instrumento que recuesta sobre su hombro derecho. Una señorita de bufanda casi tan larga como para barrer el piso se queda escuchándolo un buen rato y luego deja un billete de 5 pesos. Él le agradece con una sonrisa reverencial. No es algo de todos los días. Y menos de un minuto después hace una pausa casi imperceptible para echarse el billete en el bolsillo del saco. Por las dudas.
Luego de la última bocina de alerta, el subte cierra sus puertas. Como siempre, algunos quedaron del lado de afuera sin más remedio que esperar por el próximo. La chica de la bufanda larga está del lado de adentro. No hay lugar para sentarse, por lo que se acomoda a un costado, sosteniéndose firme con su mano derecha. En la siguiente estación se repite el ritual; las puertas se abren, gente entra y sale chocándose, bocina, alguna corrida, las puertas se cierran.
De todas las personas que subieron nos interesa un oficial de policía. Viste de uniforme aunque no tiene la gorra puesta, la sujeta con las dos manos y viaja con la espalda apoyada junto a una puerta. La chica de la bufanda larga alcanza a ver el interior de la gorra. Una imagen de Nuestra Señora de Luján. Se pregunta si estará en todas las gorras de todos los oficiales de policía o será un detalle solo de esta, bordada tal vez por una madre o esposa preocupada.
Estación Bulnes. La chica de la bufanda larga se baja y sube un anciano de sobretodo. Con pelo cano y ralo, el hombre hace su entrada tosiendo y quejándose. El subte amaga ponerse en marcha nuevamente pero carraspea antes de arrancar definitivamente. Como carraspea el viejo, que aprovecha la sacudida para volver a quejarse, aunque nadie lo escuche. Una joven muy delgada le da su asiento y se para junto al oficial de policía. Repara también en la imagen de la Virgen, pero le parece una pavada. Segundos después, a medida que el subte aminora la marcha, mira por la ventana el nombre de la próxima estación. Sí, es esta.
Pertenece a una especie de “club” en Internet que organiza encuentros muy extraños y fugaces. Una especie de diversión para personas aburridas de todo. ¿Quién será? Una de las personas que subió es un estudiante de secundaria de 16 años. Alto para su edad, pero todavía con cara de pavo y acné, mucho acné. Aprieta en su mano un papel con las coordenadas y la identificación: línea D, Plaza Italia, 3er vagón, 14:25, tatuaje en el cuello. La joven delgada no lo reconoció aún, pero eso no importa. Tal vez ni siquiera se voltee a verlo. Corre su cabellera con la mano dejando su cuello al descubierto. El símbolo chino en tinta negra funciona como un imán para su cómplice que se acerca por la espalda y se lo besa. El corazón le late con mucha fuerza, tanta que parece que se le va salir. No puede cree que se haya animado a hacerlo. Baja corriendo en Palermo.
El viejo, que vio toda la escena, murmura para sí mismo algo sobre los jóvenes de hoy en día, a la vez que recuerda con nostalgia alguna aventura de la juventud.
Algunas estaciones más atrás, un violonchelo toca La Cumparsita, último tema del día antes de volver a la casa.
El inocente
El día recién empezaba pero yo ya quería que termine. Eran las 11 de la mañana de un día de noviembre de 2010 y, con mi mochila en la mano, viajaba a algunos kilómetros por hora debajo de la tierra. La línea D me alejaba de los pretenciosos barrios porteños y en una combinación y algunos minutos más estaría en Retiro. Qué nombre más apropiado.
Las puertas de la maquinaria se abrieron en Bulnes con ese característico silbido y como se abrieron, luego de la entrada de muchas almas, se cerraron.
No reparé en el hombre que había entrado empuñando un arma hasta que escuché a la mujer gritar “tiene un arma”, con un quejido desgarrador, y antes de que el sonido de su voz en función del tiempo describa una curva perfecta, el hombre la calló de un balazo.
Aturdido por la situación pensé en escaparme, pero una muralla de cuerpos se interponía entre mí y la puerta hacia el próximo vagón. De nada hubiese servido. No lo sabía aún, pero en los otros vagones también había hombres con armas empuñadas y uno a uno mataban a los pasajeros. Vi cómo algunos abrían las ventanillas y se arrojaban a las vías desde la máquina en movimiento. Mal negocio, cambiaban una muerte rápida, el beso de un pequeño ser de plomo, por la agonía de ser destrozados en aquel túnel.
Cuando no quedaba nadie vivo más que yo en el vagón me volví a sentir aturdido, más que antes. Miré a mi alrededor y el hombre del arma ya no estaba. Sin embargo, una sensación en la que no había reparado me asaltó de sobremanera. Allí, pesada, tibia, con los músculos de mi mano que la apretaban tensionados, estaba empuñada el arma.
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