La caja (cuento)

Este post fue migrado de un blog hecho con Wordpress. Si se ve mal, dejame un comentario y lo arreglo.

La historia transcurrió en Suecia, en la ciudad de Gotemburgo. Era domingo y agujas de agua caían infinitas sobre la metrópolis. Empezaba a descubrir que la lluvia era una constante en aquella ciudad.

Estaba encerrado en lo que por esos días me servía de morada, un caserón de madera pintada de un color entre gris y celeste, ubicado en un barrio impronunciable sobre una calle de similar dicción. Yo hojeaba a desgano una edición completa y ampliada de La guía del autoestopista galáctico que había conseguido por unas pocas coronas en una librería de libros usados en el centro. Sí, en Suecia también hay librerías de libros usados. ¿Quién lo diría?

Finalmente, me decidí a salir. El sistema de transporte público en esa ciudad es genial. A diez metros de la puerta de calle me tomé un bus al centro. Con el mismo boleto, en el centro, me tomé un tranvía hasta el puerto. Y en el puerto, todavía sin volver a pagar, me tomé un ferry que recorría las islas del archipiélago.

Me bajé en la última de las islas. Algunas personas bajaban sus bicicletas. Caminé por un sendero que se internaba en un bosque en el corazón del islote. La calzada estaba cada vez más desdibujada y los árboles a sus costados insistentemente frondosos. Las sombras entraban en la luz y, en cierto momento, me encontré con una oscuridad total. Apreté las tiras de mi mochila con las manos para darme seguridad y seguí caminando. No podía sacarme la sensación de que alguien me observaba. De repente, el camino se abrió en un claro de luz. Cuando estuve a campo abierto, no supe muy bien dónde me encontraba, no veía el puerto y unas nubes de plomo se apoderaban del cielo.

Un lugareño apareció detrás mío en el mismo sendero. Me dijo unas palabras en sueco y, ante mi perplejidad, intentó en inglés. El hombre vivía en la isla desde hacía 40 años aunque, una vez a la semana, iba a trabajar a la ciudad. Consultor de algún tipo, creo recordar que le entendí. Me invitó a tomar café en su cabaña. Miré las nubes en el cielo, se dibujaban amenazantes. Miré la hora en mi reloj; el último ferry de regreso pasaba en dos horas. Cierto mantra de la niñez que versaba sobre desconocidos atravesó el tiempo como una flecha y me resonó en los oídos. Me encogí de hombros y acepté la invitación.

La cabaña estaba hecha de troncos de pino y, aunque acogedora a la vista, dudaba qué tan efectiva sería para resistir a los crudos inviernos que azotaban a esa zona, tan cercana al círculo polar.

George, que así era como se llamaba el hombre, encendió la hornalla la una cocina con un fósforo y lo sopló con pesadez antes de tirarlo a la basura. Unos minutos más tarde estaba tomando el mejor café que tomé en mi vida. Llevábamos charlando varios minutos sobre el acontecimiento del mes preferido de todos los habitantes de aquel país, la boda real, cuando a mi interlocutor, a quién se lo notaba contentísimo de poder practicar su inglés, se le ocurrió mostrarme algo. Lo entendí más por el dedo índice que levantó a la vez que abría exageradamente la boca que por sus esfuerzos en la lengua de Shakespeare. Menos de una centena de segundos más tarde, estaba de vuelta con una cajita metálica.

Depositó el artilugio frente a mí, sobre la mesita ratona que nos acompañaba. George me miraba divertido. Pude observar distintos glifos que la atravesaban. Los reconocí como pertenecientes al alfabeto rúnico, sin poder descifrar una sola palabra.“¿Qué es?”, pregunté.

El hombre se puso de pie y recitó una poesía en el idioma de sus antepasados. Le pedí que me la traduzca y, haciendo un gran esfuerzo, me contó una historia sobre dioses y vikingos, objetos mágicos y barcos que volaban, una doncella y una competencia por su amor.

Según George, Loki, el más astuto de los dioses, había puesto sus ojos sobre una muchacha que estaba a punto de casarse con uno de los más bravos vikingos de cierto poblado. La deidad se le aparecía tomando distintas formas y le hacía maravillosos regalos a fin de caerle en gracia. Cuando su prometido se enteró de esto, entró en cólera y exigió la presencia de Loki, el dios de las travesuras. Éste se presentó ante él y le ofreció una forma de dirimir quién se quedaría con el corazón de la señorita; una carrera en barco hasta cierta isla: el primero en alcanzar la costa sería el vencedor. El vikingo aceptó sin vacilar y al día siguiente se llevó a cabo la competencia.

Loki, que también era conocido como el viajero del cielo, se presentó con un barco que en lugar de navegar por el mar, surcaba el aire. La disputa dio comienzo tras el sonido de un gran cuerno soplado por la propia muchacha. El vikingo empezó a remar con todas sus fuerzas, transpirando y jadeando, mientras que Loki iba muy tranquilo en su embarcación mágica, esperándolo cada vez que le sacaba un buen trecho para poder propinarle una burlona carcajada. La pugna estaba por llegar al final y se veía que el vikingo no podría llegar antes que Loki. Fue entonces que tomó su hacha, se cortó una mano y, con todas las fuerzas que le quedaban, la arrojó hasta la orilla.

Loki, que nunca aceptaba una derrota, enfurecido, mató a la doncella y puso la mano en un cofre de metal. Se lo entregó al vikingo y lo condenó a vivir por siempre.

Miré mi reloj. El último ferry salía en cinco minutos. Me incorporé abruptamente. George me acompañó a la puerta y le extendí la mano para saludarlo y agradecerle la historia. Recién en ese momento lo noté. El frío de esa prótesis ortopédica me heló la sangre.

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