La oficina media

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Cuando Alfredo escuchó a la paloma arrullar desde la ventana levantó su cabeza de la computadora y la miró. Luego, como buscando una excusa para su momentáneo descanso laboral, miró hacia el gran reloj rojo que colgaba de una de las paredes de la oficina C del 3° piso. Eran las dos menos cinco. El horario de trabajo ya terminaba, pero hoy le tocaban horas extras y hasta las cinco no podría volver a su casa.

Volvió su vista a la computadora y siguió trabajando. Cumplir horas extras no era algo que le fascinara. De hecho, con las siete horas que trabajaba diariamente le alcanzaba para cumplir con sus obligaciones, pero el pago de las horas extras era un triunfo sindical y ser tan desagradecido de no aprovecharlas sería una falta de respeto imperdonable hacia los altos dirigentes del gremio. Aprovechaba su tiempo ordenando cosas, leyendo noticias en Internet y chateando con una puertorriqueña de veintiséis años y rulos esponjosos (o al menos esto era lo que Alfredo creía, pero la historia del plomero de estado mental cuestionable que entra a los salones de chat haciéndose pasar por mujeres de distintas nacionalidades centroamericanas la dejaremos para otra ocasión).

Otros en su misma situación eran Charly de contabilidad, Oscar que realizaba el mismo trabajo que Alfredo y un chico nuevo que todavía no encontraba su lugar en la gran maquinaria de burocracia estatal. El chico se llamaba Marcos.

—No se olviden de apagar la cafetera. —dijo Graciela la secretaria, que completaba el quinteto de personas que de mañana trabajaban en la C. Y así, con esas palabras, marcó la hora de su salida en una tarjeta y sin despedirse más que con esa advertencia, se fue.

Cuando el aroma a café quemado ya inundaba la sala, Marcos se acercó y cumplió con el mandato de la secretaria. Aprovechando que se había hasta allí, tomó un vasito de plástico y se sirvió un poco de café negro. Con una cucharita de metal sacó azúcar del pote que todos los meses Graciela llenaba con el aporte de dos pesos por cabeza y se dispuso a beber. El color de la bebida, cual néctar de los dioses en el imaginario de Marcos e ideal para ese día lluvioso, se le presentaba negro y brilloso, casi con un brillo del color de los rubíes. Pero cuando lo llevó a su garganta...

—¡Puaj! —exclamó, y con la cara retorcida hizo que la bebida, ahora más parecida a asfalto que a elixir, pasara por su garganta.

—¿Qué pasó Marquitos? —le gritó Oscar desde el fondo. —¿No está rico el café de Graciela? —mientras con una risa que lo desbordaba carcajeaba para sus adentros. Oscar hacía veinte años que trabajaba allí y con nutrida experiencia ya conocía las cualidades, si se permite el adjetivo, culinarias de Graciela. Ya desde chiquita había demostrado tener nulas, sino negativas, habilidades para la cocina. Su primer intento fue un budín inglés de regalo para su madre por el día de su santa, Santa Ana. Nadie puede a ciencia cierta asegurar si era rico o si era feo, pero desde entonces ha estado en la familia y es la mejor tranca para la puerta del patio que la familia de Graciela nunca tuvo.

Ya recuperado de la experiencia organoléptica, y mientras tiraba por el inodoro del baño el café que quedaba, Marcos pronunció estas palabras, iniciadoras de un cambio fundamental que se daría en la oficina:

No todo lo que reluce es oro.

Mientras su cabeza, como rebotando en el aire, asentía sus propias palabras, los otros tres hombres de la oficina dejaron lo que estaban haciendo para mirarlo. Aunque entre si no se dieron cuenta de que todos miraban lo mismo, en los ojos de los tres estaba el mismo brillo, y en sus labios, la misma pregunta. Alfredo, decidido a conocer la respuesta se puso de pie, aclaró su garganta y enunció:

Ni toda la gente errante anda perdida.

Casi sin dominar su cuerpo, Charly se paró sobre sus ciento veinte kilogramos y con su cabeza ergida, barba canosa y cabellera ausente, dijo:

A las raíces no llega la escarcha. El viejo vigoroso no se marchita.

Súbitamente Oscar, que miraba a todos como si estuviera viendo fantasmas, con sus ojos bien abiertos y con algo de vergüenza, apagó su cigarrillo y lanzó:

De las cenizas subirá un fuego. El descoronado será de nuevo rey.

Silencio total.

¿Podría ser cierto?, ¿ser verdad lo que los tres hombres estaban pensando? Oscar, Charly y Alfredo se quedaron mirando a Marcos, Marquitos.

Marcos, que se había quedado con el vasito de café en la mano hipnotizado al ver los repentinos movimientos y manifestaciones de poesía, no supo que hacer. Lentamente dejó el vaso sobre su escritorio y hasta amagó a darse vuelta y salir despacito como Graciela, pero a él también le tocaban horas extras hoy.

Entonces, quitándose la coraza con la que había estado yendo al trabajo, dejó entrever una sonrisa y gritó:

Se forjará la espada rota.

La oficina se transformó en una imprevista avalancha de gritos y aullidos, festejo y alegría. Gritos como los que darían un grupo de Hobbits al bajar corriendo de una colina en La Comarca luego de realizar una travesura. Sus tres compañeros se acercaron a Marcos, lo saludaron con un apretón fuerte de manos, como si fuese su primer día en la oficina y todos rieron juntos, felices de haberse encontrado en el mundo oficinista.

Desde ese día las horas extras en la oficina C del 3° piso ya no fueron las de antes; Alfredo, Charly, Oscar y Marcos juegan a su juego de rol preferido mientras la oficina se convierte en la Tierra Media.

Este cuento es parte de La máquina de los cuentos y otras ficciones.

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