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El paquete de galletitas

Ayer me desperté en Santa Fe y me acosté en Carlos Pellegrini, hoy me levanté en Pellegrini y me voy a acostar en Santa Fe. En el medio comí un asado, vi a un primo que no veía hacía mucho, miré una película y vendí diarios.

En uno de los diarios leí esta historia, ya la había leido, sin embargo volvió a causarme la misma gracia que la primer vez. Además de ser risueña deja una enseñanza, asi que la comparto con Uds.

El paquete de galletitas

Una noche estaba una chica en un aeropuerto esperando antes de que partiera su próximo vuelo. Como tenía que esperar varias horas compró un libro y un paquete de galletitas para pasar el tiempo.

Buscó un asiento y se sentó a esperar. Estaba muy absorta leyendo su libro, cuando de repente notó que el joven que se había sentado frente a ella estiraba la mano, con mucha frescura agarraba despreocupadamente del paquete de galletas que estaba entre ellos y comenzaba a comérselas, una a una. No queriendo hacer una escena ella trató de ignorarlo.

Un poco molesta la chica comía las glletitas y miraba el reloj, mientras que el joven ladrón de galletitas, sin vergüenza casi también se las estaba acabando.

La chica se empezó a irritar más y pensó para sí misma:

"Si no fuese yo tan buena y educada, ya le hubiera dejado un moretón en el ojo a este atrevido"

Cada vez que ella comía una galleta, él también comía otra. El diálogo de sus miradas continuó y cuando sólo quedaba una, se preguntó que haría él.

Con suavidad y con una sonrisa nerviosa, el joven alargó la mano, tomó la última galleta, la partió en dos y le ofreció una mitad a la chica mientras él comía la otra.

Ella tomó la media galleta bruscamente de su mano y pensó:

¡Qué hombre más insolente! ¡Qué mal educado! ¡Ni siquiera me dió las gracias!

Suspiró con ansias cuando su vuelo fue anunciado. Tomó sus maletas y se dirigió a la puerta de embarque rehusándose a mirar en dirección donde estaba sentado aquel ladrón ingrato.

Después de haber abordado el avión y estar sentada confortablemente, buscó otra vez su libro que ya casi había terminado de leer.

Al buscar su libro dentro su bolsa se quedó totalmente sorprendida cuando encontró su paquete de galletas casi intacto.

La reflexión queda a cargo del lector.


El Abandonador de Libros

Hace más de 5 meses un amigo me prestó un libro de Isaac Asimov, El Fin de la Eternidad. Vaya uno a saber porqué pero el libro encontró como acogedor lugar de depósito un rincón en mi mesita de luz. Los meses pasaron en el calendario y otros libros ocuparon mis manos en los minutos antes de irme a dormir.

En los meses siguientes me embarqué en leer una saga de siete libros de los cuales ya leí dos y el último aún no fue publicado. Hace unos días, cuando terminé de leer el segundo, faltando unos una semana para que reciba el tercero y sin nada que leer, encontré en el mismo rincón de la mesita de luz, rodeado de un halo de pelusa (del mismo tipo que se encuentra bajo la cama) al mismísimo libro.

El ocasional señalador, una de esas tarjetitas que te venden en el cole y que te hacen quedar bien con tu novia, marcaba dónde me había quedado. La historia era atractiva, mucho más de lo que yo recordaba.

El Fin de la Eternidad

Algunos siglos más adelante que el nuestro un científico descubre los Campos Temporales que más adelante permitieron a las personas viajar en el tiempo. Existe una sociedad para-temporal llamada La Eternidad, donde trabajan Los Eternos, personas retiradas de su realidad a los 15 años para estudiar ingeniería del tiempo, matemáticas temporales, y otras cosas. Si bien los temporales (los humanos que no son eternos) creen que ellos sólo se encargan del comercio inter-siglo, en realidad tienen otro fin: mejorar la existencia en todos los siglos, en todas las realidades.

Para, por ejemplo, evitar una guerra en el siglo 234 ellos atascan un acelerador en el siglo 233. Están los observadores, que son los encargados de registrar lo que pasa en todas las realidades, los analistas, los programadores, los ejecutores, que son los que llevan a cabo los CMN (Cambios Mínimos Necesarios), cómo atascar el acelerador, y la historia sigue.

Si te atrajo la historia, no te preocupes: si fuese una película, lo que conté hasta ahora sería lo que estaría en la parte de atrás de la cajita :)

No es la primera vez que esto me pasa, me refiero al hecho de abandonar un libro y reencontrarme con él mucho tiempo después, casi habiéndolo olvidado y volviéndome a enamorar de él. También me pasó algo así en las vacaciones de invierno, y en esa ocasión escribí una cortita reflexión-novelada al respecto. La llamé El placer de leer.

El placer de leer

Hace un par de días, casi sin opción, en mis pseudo-vacaciones de invierno redescubrí a medio leer un libro que me prestaron hace 4 meses (o a lo mejor un poco menos). El lujoso señalador estaba a menos de 1/3 del principio, un pedazo de papel blanco y cuadrado: de esos que uno manotea en la penumbra de la noche, a tientas, con sueño y contento ya que al haber alcanzado el final del capítulo puede irse a dormir con la conciencia tranquila y la satisfacción del deber cumplido.

El título del libro en cuestión no importa mucho y aunque recordaba que la historia parecía prometedora había estado estancado en mi mesita de luz junto a por lo menos 2 libros más en la misma condición hasta que un día de julio en el apuro por dejar el departamento y la ciudad, los cacé de un manotazo, cual acto reflejo vacacionístico, y los metí en mi mochila junto con la lapicera y el cuaderno que estoy usando ahora. Todos juntos: los libros, la lapicera, el cuaderno y yo partimos hacia Carlos Pellegrini, mi pueblo natal.

En la primer noche en la casa del campo, después de un día largo: la llegada al campo y no tener la llave, de descargar nuestros bolsos, nuestra ropa, nuestras frasadas, de improvisar una cena, me acosté en mi cama designada, en mi pieza designada y busqué el libro en la mochila intentando una reconciliación.

Me sumergí en sus páginas y una por una las fui pasando, la historia se me hacía familiar, me cautivaba, y yo me dejaba cautivar, España, la post-guerra, Sempere, Penélope, Bea, Aguilar, Tomás, Daniel, su Padre, Fumero, los personajes danzaban ante mis ojos cual ritual de antaño y el relato avanzaba y avanzaba por las calles de Barcelona, yendo al pasado y volviendo, tomando el metro y caminando, pasando el día leyendo o trabajando en a librería, la Bernarda, Nuria, el Padre Fernando y la Jacinta internada en el Santa Lucía, todos los personajes y lugares entraban y salían, llegaban y se iban, se pintaban y se borraban como un rayo de luz.

¿Habré tenido suerte con este libro o cualquiera hubiese sido el que reinaugurara mi imaginación luego de meses de paro me habría traído la misma entusiasta satisfacción? El placer de leer era algo que no recordaba bien pero si dudas sentí esa noche. Ojalá que los libros puedan seguirse prestando entre amigos.

Saludo final

Si bien en algunos momentos me transformo en El Abandonador de Libros, cuánto más bueno es transformarse en El Encontrador de Libros. ¿Qué me dicen Uds? ¿Tiene libros abandonados? ¿Qué esperan para volver a darles una oportunidad?


el problema de los formatos cerrados

por Neal Stephenson, de Al principio fue la línea de comandos

Empecé a usar Microsoft Word en cuanto sacaron la primera versión en torno a 1985. Tras algunos problemas iniciales descubrí que era mejor herramienta que MacWrite, que era su único competidor en aquel momento. Escribí un montón de cosas en versiones tempranas de Word, guardándolo todo en disquetes, y transferí los contenidos de todos mis disquetes a mi primer disco duro, que adquirí en torno a 1987. A medida que salían nuevas versiones de Word yo actualizaba fielmente, razonando que como escritor tenía sentido que me gastara una cierta cantidad de dinero en herramientas.

En algún momento, a mediados de los ochenta, traté de abrir uno de mis antiguos documentos Word que databa más o menos de 1985 usando la versión entonces vigente de Word: 6.0. No funciono.

Word 6.0 no reconocía un documento creado por una versión anterior de sí mismo. Abriéndolo como archivo de texto, pude recuperar las secuencias de letras que constituían el texto del documento. Mis palabras seguían allí. Pero el formato parecía pasado por un colador --las palabras que yo había escrito iban interrumpidas por cuadros rectangulares vacíos y basura.

Ahora bien, en el contexto de una empresa (el principal mercado de Word) este tipo de cosa sólo es una molestia --uno de los problemas rutinarios que comporta usar ordenadores--. Es fácil comprar programitas de conversión de archivos que se ocupan de este problemas. Pero si eres un escritor, cuyo oficio son las palabras, cuya identidad profesional es un corpus de documentos escritos, este tipo de cosa resulta extremadamente desasosegante. En mi tipo de trabajo hay muy pocos presupuestos establecidos, pero uno de ellos es que una vez escribes una palabra, queda escrita y no puede desescribirse. La tinta mancha el papel, el escoplo corta la piedra, el estilo marca la arcilla y algo ha sucedido irrevocablemente (mi cuñado es un teólogo que lee tablillas en cuneiforme de hace 3250 años --puede reconocer la escritura de algunos escribas individuales, e identificarlos por su nombre--). Pero el software de procesamiento de textos --particularmente el tipo que emplea formatos de archivo especiales y complejos-- tiene el sobrenatural poder de desescribir las cosas. Un pequeño cambio en los formatos de archivo, o unos pocos bits revueltos, y la producción literaria de meses o años puede dejar de existir.

Esto era técnicamente un fallo de la aplicación (Word 6.0 para Macintosh), no del sistema operativo (MacOS 7 punto algo), así que el blanco inicial de mi enfado fueron los responsables de Word. Por otro lado, yo podía haber elegido la opción guardar como texto en Word y haber guardado todos mis documentos como simples telegramas, y este problema no habría surgido. Por el contrario, me había dejado seducir por todas esas vistosas opciones de formateo que ni siquiera existían hasta que las GUIs aparecieron y las hicieron practicables. Había caído en el hábito de usarlas para que mis documentos tuvieran un bonito aspecto (tal vez más bonito del que merecían; todos esos viejos documentos en los disquetes resultaron ser más o menos una porquería). Ahora estaba pagando el precio de mi autoindulgencia. La tecnología había avanzado y hallado maneras de que mis documentos parecieran aún más bonitos, y la consecuencia de ello era que todos los viejos y feos documentos habían dejado de existir.

Era --si me disculpan una pequeña y extraña fantasía durante un momento-- como si hubiera ido a alojarme en un hotel exquisitamente diseñado, poniéndome en manos de los antiguos maestros de la interfaz sensorial, me hubiera sentado en mi habitación y hubiese escrito una historia con un bolígrafo en papel amarillo y, al volver de la cena, me hubiese encontrado con que la doncella se había llevado mi trabajo y en su lugar había dejado una pluma y una resma de pergamino --explicando que la habitación tenía mucho mejor aspecto así y era todo parte de una actualización rutinaria--. Pero escritas en aquellas hojas de papel, en impecable ortografía, habría largas secuencias de palabras escogidas al azar del diccionario. Espantoso, cierto, pero legalmente no podría demandar a la dirección, porque al alojarme en ese hotel había dado mi consentimiento para ello. Había entregado mis credenciales de morlock y me había convertido en un eloi.


Un día en el aeropuerto

El otro día estuve en el aeropuerto despidiéndome de mis papás que se iban de viaje.

En un momento me dieron ganas de usar el baño, así que fuí. A diferencia de otras veces en que había usado el baño, esta vez había dos guardas armados, uno de cada lado de la puerta. Cuando intenté entrar, uno me detuvo.

"NO", me dijo. Nada más.

Yo estaba en un apuro, a lo mejor por tomar mucho mate, por lo que volví a intentar entrar.

Uno de los guardas me agarró fuertemente del brazo y gritó "NO" otra véz mientras me empujaba fuera del baño.

Pregunté por qué no podía entrar. No respondieron. Corrí a otro baño en el aeropurto. Todos estaban custodiados por guardias.

Estaba parado cerca de uno de los baños cuando ví a un hombre entrando sin problemas. El hombre entró caminando y los guardias ni siquera se movieron. Pensé que ahora sí podría usar el baño.

Me empujaron tan fuerte que terminé sentado en el piso. No pude contenerme y dí un pequeño grito que llamó la atención de varias personas en el aeropuerto. Un hombre vino y me ayudó a levantarme.

Le conté al hombre que no había podido usar los baños. Ricardo, así se llamaba el hombre, me dijo:

"Por su puesto, no estás usando una camisa marca Armani".

"'¡¿Qué?!" exclamé "¿necesito una camisa marca Armani para usar el baño?"

"Si, bastante tonto, ¿no?"

Cada vez que alguien necesita de tecnología propietara (camisas marca Armani) para acceder a un servicio o un producto, nosotros, los usuarios de tecnologías libres (remeras) nos sentimos así, incluso los usuarios de otras tecnologias propietarias (camisas marca Calvin Clain) se sienten así.

Actualmente la Biblioteca Pública de Boston, como la FSF informó, está haciendo esto bloqueando el acceso a los audio-libros mediante una forma de Gestión de Restricciones Digitales (DRM) que requiere que uses un software propietario provisto por un único vendedor. Podés unirte a la protesta enviando una carta o chequeando tu librería local.

Antes de irse, RIcardo me dió una hoja de papel que tenía unos dibujos. Luego de inspeccionarla me dí cuenta de que eran instrucciones así que las seguí.

El resultado fué una especie de cuello que cuando me lo ponía sobre mi remera la hacía ver como una camisa marca Armani. Ahora si podía ir y usar el baño.

Del lado de atrás de la hoja de papel había dos mensajes.

Una decía que podía usar el cuello todo lo que quisiera (ya sea para entrar a baños o para verme bien en una cita); podía también leer las instrucciones, estudiarlas y cambiarlas para adaptarlas a mis necesitades (bárbaro por que mi cuellos es un poco grande); podía ir a la fotocopiadora y hacer tantas copias como quiciera; a esas copias podía regalarlas o venderlas, como quiera (incluso estaba pensando en poner mi propio puesto de venta de estos artículos); por último mis cambios también podía darlos a otros, podía publicar las instrucciones en un pizarrón en el aeropuerto así todos podrían hacerse sus propios cuellos (cuando fuí a hacer esto ví que las instrucciones ya estaban publicadas, pero usando servilletas que se podían conseguir en el bar, impresionante).

Este es el equivalente al Software Libre como lo define la FSF.

Todo estaba bárbaro hasta que leí la última parte, era una advertencia, no una condición impuesta por el buén Ricardo:

"Bajo de actuales regulaciones del aeropuerto, usar este cuello es ilegal y castigado por la ley, tené cuidado."

Este es el equivalente a la ley norteamericana que prohibe usar Software Libre para escuchar los audio-libros. Bastante tonto, ¿no?.

Esta historia fué traducida del blog de Pupeno. Versión original (inglés).

Aclaración debido a: :-)

(14:54:58) adrianhector28@hotmail.com: che adonde se fueron tus viejos?

(14:56:03) adrianhector28@hotmail.com: eso es mentira

(14:56:16) adrianhector28@hotmail.com: yo entre con jeans y una remera pedorra en ezeiza y no me dijeron nada

Es ficción :-D


Los Justos (una historia de peer-to-peer)

Leyendo Barrapunto llegué hasta este relato en Orsai, el blog de un periodita argentino que vive en Barcelona.

Me hizo acordar a un amigo a quien le gustan las series de ciencia ficción y una vez me contaba que "Ya está armado el circuito" (desde quien publica el video, los traductores.. ) De verdad, sin deperdicio, transcribo aca el relato:

Los miércoles a las nueve de la noche, hora de Nueva York, la cadena norteamericana ABC emite una serie de televisión que me gusta. A esa misma hora un mexicano llamado Elías, dueño de un vivero en Veracruz, la está grabando directamente a su disco rígido, y tan pronto como acabe subirá el archivo a Internet, sin cobrar un centavo por la molestia. Tiene esta costumbre, dice, porque le gusta la serie y sabe que hay personas en otras partes del mundo que están esperando por verla. Lo hace con dedicación, del mismo modo que trasplanta las gardenias de su jardín para que se reproduzca la belleza.

A las once de la noche de ese mismo miércoles, Erica, una violinista canadiense de venticuatro años que ama la música clásica, baja a su disco rígido la copia de Elías y desgraba uno a uno los diálogos para que los fanáticos sordomudos de la serie puedan disfrutarla; distribuye esos subtítulos en un foro tan rápido como puede. No cobra por ello ni le interesa el argumento: lo hace porque su hermano Paul nació sordo y es fanático de la serie, o quizás porque sabe que hay otra mucha gente sorda, además de su hermano, que no puede oír música y debe contentarse con ver la televisión.

A las 3:35 de la madrugada del jueves, hora venezolana, Javier baja en Caracas la serie que grabó Elías y el archivo de texto que redactó y sincronizó Erica. Javier podría ver el capítulo en idioma original, porque conoce el inglés a la perfección, pero antes necesita traducirlo: siente un placer extraño al descubrir nuevas etimologías, pero más que nada le place compartir aquello que le interesa. Para no perder tiempo, Javier divide el texto anglosajón en ocho bloques de tamaños parecidos, y distribuye por mail siete de ellos, quedándose con el primero.

Inmediatamente le llega el segundo bloque a Carlos y Juan Cruz, dos empleados nocturnos de un Blockbuster boneaerense que suelen matar el tiempo jugando al ajedrez, pero que ocupan los miércoles a la madrugada en traducir una parte de la serie, porque ambos estudian inglés para dejar de ser empleados nocturnos, y también porque no se pierden jamás un capítulo.

El tercer bloque de texto lo está esperando Charo, una ceramista de Alicante que está subyugada por la trama y necesita ver la serie con urgencia, sin esperar a que la televisión española la emita, tarde y mal doblada, cincuenta años después. El cuarto bloque lo recibe María Luz, una tipógrafa rubia y alta que trabaja, también de noche, en un matutino de Cuba: María Luz deja por un momento de diseñar la portada del diario y se pone rápidamente a traducir lo que le toca. Dice que lo hace para practicar el idioma, ya que desea instalarse en Miami.

El quinto bloque viaja por mail hasta el ordenador de Raquel y José Luis, una pareja andaluza que vive de lo poco que le deja una librería en el centro de Sevilla. Llevan casados más de venticinco años, no han tenido hijos, y hasta hace poco traducían sonetos de Yeats con el único objeto de poder leerlos juntos, ella en un idioma, él en otro. Ahora, que se han conectado a Internet, descubrieron que además de buena poesía existe también la buena televisión.

El sexto bloque le llega a Ricardo, en Cuzco: Ricardo es un homosexual solitario —y muchas noches deprimido— que traduce frenéticamente mientras hace dormir a su gato Ezequiel. El séptimo lo recibe Patrick, un inglés con cara de bueno que viajó a Costa Rica para perfeccionar su español, lo desvalijó una pandilla casi al bajar del avión pero igual se enamoró del país y se quedó a vivir allí. Y el octavo bloque le llega, al mismo tiempo que a todos, a Ashley, una chica sudafricana de madre uruguaya que es fanática de la serie porque le recuerda (y no se equivoca) a su libro favorito: La Isla del Tesoro.

Los ocho, que jamás se han visto las caras ni tienen más puntos en común que ser fanáticos de una serie de la televisión o de un idioma que no es el materno, traducen al castellano el bloque de texto que le corresponde a cada uno. Tardan aproximadamente dos horas en hacer su parte del trabajo, y dos horas más en discutir la exactitud de determinados pasajes de la traducción; después Javier, el primero, coordina la unificación y el envío a La Red. Ninguno de los ocho cobra dinero para hacer este trabajo semanal: para algunos es una buena forma de practicar inglés, para otros es una manera natural de compartir un gusto.

A esa misma hora Fabio, un adolescente a destiempo que vive en Rosario, a costas de sus padres a pesar de sus 23 años, encuentra por fin en el e-mule la traducción al castellano del texto. Con un programa incrusta los subtítulos al video original, desesperado por mirar el capítulo de la serie. A veces su madre lo interrumpe en mitad de la noche:

—¿Todavía estás ahí metido en Internet, Fabio? ¿Cuándo vas a hacer algo por los demás, o te pensás que todo empieza y termina en vos?

—Tenés razón mamá, ahora mismo apago —dice él, pero antes de irse a dormir coloca el archivo subtitulado en su carpeta de compartidos para que cualquiera, desde cualquier máquina, desde cualquier lugar del mundo, pueda bajarlo. Fabio jamás olvida ese detalle.

Los jueves suelo levantarme a las once de la mañana, casi a la misma hora en que Fabio, a quien no conozco, se ha ido a dormir en Rosario. Mientras me preparo el mate y reviso el correo, busco en Internet si ya está la versión original con subtítulos en español de mi serie preferida, que emitió ocho horas antes la cadena ABC en Estados Unidos. Siempre (nunca ha fallado) encuentro una versión flamante y me paso todo el resto de la mañana bajándola lentamente a mi disco rígido, para poder ver el capítulo en la tele después de almorzar. Mientras espero, escribo un cuento o un artículo para Orsai: lo hago porque me resulta placentero escribir, y porque quizás haya gente, en alguna parte, esperando que lo haga.

El artículo de este jueves habla de Internet. Dice, palabras más, palabras menos, algo que hace venticinco años dijo Borges mucho mejor que yo, en un poema maravilloso que se llama Los Justos:

"Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.

El que agradece que en la tierra haya música.

El que descubre con placer una etimología.

Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.

El ceramista que premedita un color y una forma.

Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.

Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.

El que acaricia a un animal dormido.

El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.

El que agradece que en la tierra haya Stevenson.

El que prefiere que los otros tengan razón.

Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo."


Historia de Trenes

Hoy comiendo con unos amigos conté esta historia. Busqué en mi computadora y encontre, entre viejos back-ups, un archivo llamado Historia_de_trenes.txt que escribí hace varios años:

La siguiente historia no nació en mi mente, sino que la leí en una revista de informática hace unos años, no la tengo en mi poder como para citarla o como para reproducir la historia textualmente, digamos que tiene la fidelidad al original de una historia contada de boca en boca.

La historia solo tiene como fin sugerir que ciertas personas fueron más astutas que otras, y no es para nada una apología del delito. Cualquier similitud con la realidad es mera coinsidencia.

Historia de Trenes

Se encuentran en una estaci¢n de trenes 3 empleados de Micro$oft y 3 desarrolladores de Software Libre que se dirigían a un congreso sobre nuevas tecnologías. Los empleados de Micro$oft sacaron sus boletes, hicieron fila y vieron asombrados que los desarrolladores de Software Libre sacaban solo un boleto. Boquiabierta, los empleados de Micro$oft le preguntaron a los desarrolladores de Software Libre como harían para viajar 3 personas con un solo boleto, a lo que estos respondieron

que ya verían. Una vez en el tren, los 6 personajes de esta historia se sentaron en el mismo vagón.

Cuando el engargado de recoger los boletos se acercaba, los desarrolladores de Software Libre se metieron en un pequeño baño que había en el vagón. El encargado, al grito de: "Boletos por favor!", retiró los boletos de los empleados de Micro$oft y de otras personas que allí estaban, luego golpeó la puerta del baño, gritó: "Boletos por favor!", la puerta se entreabrió, y una mano con un boleto se asomó, el encargado tomó el boleto y se retiró. Al instante los desarrolladores de Software Libre salieron del baño. Fasinados con la estrategia, los empleados de Micro$oft decidieron hacer lo

mismo en el viaje de regreso y así mostrarle a su jefe Bill, lo astutos que habían sido y que habían ahorrado el dinero de dos pasajes.

En la estación de trenes de la ciudad donde se había realizado el congreso, se encotraron nuevamente los empleados de Micro$oft y los desarrolladores de Software Libre, los empleados de Micro$oft compraron un boleto, hicieron fila, y casi se caen del asombro al ver que los desarrolladores de Software Libre se incorporaron a la fila sin comprar ningún boleto,

pero sin hacerles ningún comentario, dejaron pasar la esena, confiando en la desventura que sus antagonistas sufrirían; los 6 se sentaron en el mismo vagón y en seguida los empleados de Micro$oft se metieron en uno de los baños del tren, instantes después, uno de los desarrolladores de Software

Libre se para, les golpea la puerta y grita: "boletos por favor!" :-)


Breve historia de la Cultura Hacker

Encontré en la biblioteca del programa radial Red-Handed la traducción de este ensayo de Eric Raymond. Leí el original en inglés hace unos años y me gustó mucho, dejo el link para que puedan leerlo: http://g.1asphost.com/radiored/textos/historia-cultura-hacker.html

Algunas de las personas que crecieron en la cultura de los Auténticos Programadores permanecieron en activo hasta bien entrados los 90. Seymour Cray, diseñador de la gama de supercomputadoras Cray, fue uno de los mejores. Se dice de él que, en cierta ocasión, introdujo de principio a fin un sistema operativo de su invención en una de sus computadoras, usando los conmutadores de su panel de control. En octal. Sin un solo error. Y funcionó.

...

El MIT, aunque hizo uso de la PDP-10 como todo el mundo, tomó un camino ligeramente diferente; rechazó por completo el software de DEC para ella y construyó su propio sistema operativo, el legendario ITS, cuyo significado, Sistema de Tiempo-compartido Incompatible, da una pista bastante buena sobre la actitud de los hackers del MIT.

...

Ken Thompson echó de menos el entorno Multics y comenzó a realizar pruebas, implementando una mezcla de sus características y algunas ideas propias en una vieja DEC PDP-7 rescatada de la basura.

Otro hacker llamado Dennis Ritchie inventó un nuevo lenguaje llamado C para usarlo en el embrionario Unix de Thompson. Al igual que Unix, C fue diseñado para ser ameno, flexible y no imponer límites.

...

Así estaban las cosas en 1980: tres culturas cuyos bordes se solapaban pero estaban agrupadas en torno a tecnologías muy distintas. La cultura de las PDP-10 y ARPANET, ligada a LISP, a MACRO, a TOPS-10, a ITS y al SAIL; la gente de Unix y C con sus PDP-11, sus VAXen y sus conexiones telefónicas rudimentarias, y una anárquica horda de entusiastas de los primeros microordenadores, decididos a acercar el potencial de las computadoras al pueblo.


El Derecho a Leer

Este cuento lo leí por primera vez hace algunos años ya. El autor es rms, fundador del proyecto GNU.

Este artículo fue publicado en el número de febrero de 1997 de Communications of the ACM (Vol. 40, Número 2).

(de "El camino a Tycho", una colección de artículos sobre los antecedentes de la Revolución Lunar, publicado en Luna City en 2096)

Para Dan Halbert el camino a Tycho comenzó en la universidad, cuando Lissa Lenz le pidió prestado su ordenador. El de ella se había estropeado, y a menos que pudiese usar otro reprobaría su proyecto de fin de trimestre. No había nadie a quien se atreviera a pedírselo, excepto Dan.

Esto puso a Dan en un dilema. Tenía que ayudarle, pero si le prestaba su ordenador ella podría leer sus libros. Dejando de lado el riesgo de ir a la cárcel durante muchos años por dejar a otra persona leer sus libros, la simple idea le sorprendió al principio. Como a todo el mundo, se le había enseñado desde la escuela primaria que compartir libros era algo malo y desagradable, algo que sólo los piratas harían.

Además, no había muchas posibilidades de que la SPA (la "Software Protection Authority", o Autoridad de Protección del Software), no lo descubriese. En sus clases de programación Dan había aprendido que cada libro tenía un control de copyright que informaba de cuándo y dónde fue leído, y quién lo leía, a la oficina central de licencias (usaban esa información para descubrir piratas, pero también para vender perfiles personales a otras compañías). La próxima vez que su ordenador se conectase a la red, la oficina central de licencias lo descubriría. Él, como propietario del ordenador, recibiría el castigo más duro, por no tomar las medidas adecuadas para evitar el delito.

Lissa no necesariamente pretendería leer sus libros. Probablemente lo único que ella necesitaba era escribir su proyecto. Pero Dan sabía que ella provenía de una familia de clase media que a duras penas se podía permitir pagar la matrícula, sin pensar en las tasas de lectura. Leer sus libros podía ser la su única forma de terminar la carrera. Entendía la situación; él mismo había pedido un préstamo para pagar por los artículos de investigación que leía (el 10% de ese dinero iba a parar a los autores de los artículos, y como Dan pretendía hacer carrera en la universidad, esperaba que sus artículos de investigación, en caso de ser citados frecuentemente, le dieran los suficientes beneficios como para pagar el crédito).

Más tarde, Dan descubrió que hubo un tiempo en el que todo el mundo podía ir a una biblioteca y leer artículos, incluso libros, sin tener que pagar. Había investigadores que podían leer miles de páginas sin necesidad de becas de biblioteca. Pero desde los años 90 del siglo anterior, tanto las editoriales comerciales, como las no comerciales, habían empezado a cobrar por el acceso a los artículos. En el 2047, las bibliotecas de acceso público eran sólo un vago recuerdo.

Había formas de evitar los controles de la SPA y la oficina central de licencias, pero también eran ilegales. Dan había tenido un compañero de su clase de programación, Frank Martucci, que consiguió un depurador ilegal, y lo usaba para evitar el control de copyright de los libros. Pero se lo contó a demasiados amigos, y uno de ellos lo denunció a la SPA a cambio de una recompensa (era fácil tentar, para traicionar a sus amigos, a estudiantes con grandes deudas). En 2047 Frank estaba en la cárcel; pero no por pirateo, sino por tener un depurador.

Dan supo más tarde que hubo un tiempo en el que cualquiera podía tener un depurador. Incluso había depuradores libremente disponibles en la red. Pero los usuarios normales empezaron a usarlos para saltarse los controles de copyright, y finalmente un juez dictaminó que ese se había convertido en su uso práctico. Eso quería decir que los depuradores eran ilegales y los programadores que los habían escrito fueron a parar a la cárcel.

Obviamente, los programadores necesitan depuradores, pero en el 2047 sólo había copias numeradas de los depuradores comerciales, y sólo disponibles para programadores oficialmente autorizados. El depurador que Dan había usado en sus clases de programación estaba detrás de un cortafuegos para que sólo se pudiese utilizar en los ejercicios de clase.

También se podía saltar el control de copyright instalando un núcleo del sistema modificado. Dan llegó a saber que hacia el cambio de siglo había habido núcleos libres, incluso sistemas operativos completos. Pero ahora no sólo eran ilegales, como los depuradores: no se podía instalar sin saber la clave de root del ordenador, cosa que ni el FBI ni el servicio técnico de Microsoft te darían.

Dan llegó a la conclusión de que simplemente no podía dejarle su ordenador a Lissa. Pero no podía negarse a ayudarle, porque estaba enamorado de ella. Cada oportunidad de hablar con ella era algo maravilloso. Y el hecho de que ella le hubiese pedido ayuda podría significar que sentía lo mismo por él.

Dan resolvió el dilema haciendo algo incluso más increíble, le dejó el ordenador, y le dijo su clave. De esta forma, si Lissa leía sus libros, la oficina central de licencias pensaría que quien estaba leyendo era él. Seguía siendo un delito, pero la SPA no lo detectaría automáticamente. Sólo podrían saberlo si Lissa lo denunciaba.

Si la universidad descubriese que le había dado su clave a Lissa significaría la expulsión para los dos, independientemente de para qué hubiese usado ella la clave. La política de la universidad era que cualquier interferencia con sus métodos de control sobre el uso de los ordenadores era motivo para una acción disciplinaria. No importaba si se hubiera hecho o no algún daño, el delito era el hecho de dificultar el control. Se asumía que esto significaba que se estaba haciendo algo prohibido, y no necesitaban saber qué.

En general los estudiantes no eran expulsados por eso -no directamente-. En su lugar se les prohibía el acceso a los ordenadores de la universidad, lo que inevitablemente significaría reprobar todas sus asignaturas.

Dan supo más tarde que ese tipo de políticas en la universidad empezaron en la década de 1980, cuando los estudiantes comenzaron a usar ordenadores masivamente. Antes de eso, las universidades tenían una actitud diferente: sólo se penalizaban las actividades dañinas, no las que eran meramente sospechosas.

Lissa no denunció a Dan a la SPA. Su decisión de ayudarle llevó a que se casasen, y también a que cuestionasen lo que les habían enseñado cuando eran niños sobre el pirateo. Empezaron a leer sobre la historia del copyright, sobre la Unión Soviética y sus restricciones sobre las copias, e incluso sobre la constitución original de los Estados Unidos. Se mudaron a Luna, donde se encontraron con otros que de la misma forma intentaban librarse del largo brazo de la SPA. Cuando empezó el Levantamiento de Tycho en 2062, el derecho universal a leer se convirtió en uno de sus objetivos fundamentales.

Fuente:

http://www.gnu.org/philosophy/right-to-read.html