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Paredón

Durante la escuela primaria, jugaba mucho al fútbol. Jugaba en los recreos de la escuela, en el club y en una canchita cerca de casa. A esa canchita iba en bici, una bici roja con calcomanías plateadas. La dejaba tirada y corría hasta donde el resto estaba pateando. Éramos siempre seis o siete. La mayoría, de la misma escuela; algunos un año más chicos, otros un año más grandes, y, de vez en cuando, algún que otro desconocido. Por lo general, pensábamos que los desconocidos no iban a la escuela, a ninguna, y eso les daba un aura de renegados, un halo de misterio que provocaba admiración y respeto. Si la pateaban lejos la pelota, no se la hacíamos buscar.

La canchita quedaba al lado de la casa del Sapo; era de tierra y tenía arcos que su abuelo había hecho con ramas secas atadas con alambre. Nunca conoció la gramilla. Jugábamos tanto que no le dábamos tiempo de crecer al pasto. Era un manto marrón violáceo con textura de talco. Parecía que jugábamos en una cancha de chocolate "El Quilla".

El Sapo era nuestro mejor delantero. Era zurdo y tenía una pegada que hacía temblar el alambrado que estaba atrás de los arcos. Muchas veces, si pegaba en el palo, hacía que el travesaño se cayera. Teníamos que suspender el partido y arreglar el arco. El resto éramos de regular para abajo. Ninguno iba a llegar a primera nunca. Sin embargo, el Sapo… sí podría haber llegado.

Una característica que tenía nuestro grupo era que carecía de arquero. A nadie le gustaba tener que atajar. Seguramente por eso, uno de los juegos más comunes entre nosotros era el "veinticinco". Alguien al azar empezaba en el arco. Cada vez que atajaba un tiro, podía usar la pelota para intentar golpear a uno de los otros jugadores. Si lo conseguía sin que la pelota pique, el jugador golpeado se convertía en el nuevo arquero. La secuencia seguía hasta llegar a los veinticinco puntos en el marcador global, que se acumulaban a medida que hacíamos goles. Diferentes tipos de goles valían diferente cantidad de puntos. Por ejemplo, un gol normal con el pie valía uno, pero un gol de cabeza, cinco. Cuando se llegaba a los veinticinco puntos, quien estaba en el arco tenía que cumplir una prenda. La clásica era el capotón: la víctima se agachaba, tratando de cubrirse, mientras todos los demás le pegábamos en la espalda.

Una de esas tantas tardes, el Sapo estaba en el arco y el puntaje acumulado era de veinticuatro. En total, éramos seis chicos jugando. Los que no estábamos en el arco, nos acercábamos tocando la pelota y cuando estábamos lo suficientemente cerca, pateábamos con la esperanza de hacer un gol. Inmediatamente después, retrocedíamos a toda velocidad para intentar evitar la embestida del arquero, que nos tiraba con potencia la pelota.

En un determinado momento, Fitipaldi, uno que era nuevo en la escuela, pasó a tener la pelota. No se animó a patear y me dio un pase muy cerca del área. El Sapo se me vino arriba y pateé como pude. El Sapo atrapó la pelota en el aire y antes de que pudiera reaccionar, me la lanzó con suavidad sobre el cuerpo. Estaba tan cerca que no pude esquivarla y en el intento, me caí. Ante las carcajadas de todos, tomé mi lugar en el arco con la pelota en la mano. La suma seguía en veinticuatro.

Todos estaban a más de quince metros de distancia. Imposible alcanzarlos. De todas formas, lo intenté. Con fuerza, lancé la pelota con la mano derecha, apuntando vagamente al montón. Se abrieron. Algunos para la derecha, otros para la izquierda, y la pelota pasó picando entre ellos.

En menos de un minuto, luego de otro pase de Fitipaldi, el Sapo pateó al arco de media distancia y me hizo el gol que sumó veinticinco.

---¡Veinticinco, capotón! ---gritó uno mientras yo iba tomando la posición adecuada para recibir el castigo.

---No, mejor no. Tengo otra prenda ---dijo el Sapo y a continuación, explicó el "paredón"---. El que tiene que cumplir la prenda se para de espalda a nosotros, mirando la pared. Ponemos la pelota a seis pasos largos y uno patea "a fundir" para pegarle en la espalda.

---¡Sí! ---vitorearon todos con entusiasmo.

Yo no dije nada; estaba pensando en mis posibilidades. A diferencia del capotón en el que tenía la golpiza asegurada, en esta nueva modalidad tenía la posibilidad de salir ileso. Por supuesto, si me embocaban, el golpe sería más duro.

---¿Y quién patea? ---preguntó uno.

---El que metió el último gol ---respondió el Sapo.

Me ubiqué sin chistar y me persigné varias veces repitiendo en silencio una jaculatoria. "Que le erre", "que le erre", "que le erre".

El sonido pareció uno, pero en realidad fue un repique rápido de tambor: el botín del Sapo en contacto con la pelota de cuero y una fracción de segundo después, el cuero de la pelota contra mi espalda.

---¡Uhhhhhhh! --- gritó el coro de espectadores que, en una onomatopeya, expresó lo que yo no pude. Casi no podía respirar. Encorvado y con un brazo levantado pedía clemencia.

Como no quería que me vean llorar, agarré la bicicleta y pedaleando rápido me volví a mi casa. Estaba transpirado y sucio de tierra. Apenas llegué, sin saludar a nadie, me metí en el baño. Me saqué la remera y mirando para atrás, me vi la espalda en el espejo. Tenía un círculo rojo perfectamente delimitado. Mi espalda parecía la bandera de Japón. Ya no me dolía el golpe, pero ahora sentía un ardor en la piel. Me bañé y no hablé con nadie sobre el asunto.

Al otro día, con el dolor y la vergüenza casi olvidados, volví a la canchita. Además de los de siempre, había un chico nuevo.

El Crema, le decían. Yo lo había visto alguna vez en la escuela.

Que hubiera uno nuevo era bueno. Todos nos complotábamos para hacerlo perder. Si no estaba en el arco, hacíamos que se acerque a él mediante falsas promesas de gol y lo traicionábamos a último momento. Cuando ya estaba en el arco, pateábamos de lejos sin importar que tardásemos en sumar. Así pasó esa tarde con el Crema. Cuando entró en el arco, no salió más.

Veintidós.

Veintitrés.

Veinticuatro.

Yo quería hacer el último gol. Y quería que le hagamos "paredón". Quería vengarme. No me importaba que el Crema no haya estado el día anterior. Solo quería darle un puntinazo con fuerza a la pelota e incrustársela en la espalda.

Veinticinco.

Otra vez el Sapo, desde muy lejos, metió un zapatazo y cerró el juego.

---¿Qué eligen? ---dijo con la pelota bajo el brazo--- ¿capotón o paredón?

---¡Paredón! ---grité solo. Se ve que a los demás les daba lo mismo.

El Crema, que conocía la prenda, se paró resignado mirando la pared.

El Sapo depositó la pelota en el suelo y, como si estuviera por ejecutar un penal, se paró dos metros atrás. Miró al Crema, miró la pelota. Volvió a mirar al Crema y luego volvió a mirar la pelota. Tomó carrera y cuando su pie impactó en el esférico, con una sonrisa endiablada me felicité por no estar ahí, de espaldas, esperando el impacto.

La pelota no le dio en la espalda. Le pegó en la cabeza. El Crema se quedó tirado en el piso. Quieto.


Este cuento fue escrito para el concurso #historiasdefutbol de Zenda.

La caja (cuento)

La historia transcurrió en Suecia, en la ciudad de Gotemburgo. Era domingo y agujas de agua caían infinitas sobre la metrópolis. Empezaba a descubrir que la lluvia era una constante en aquella ciudad.

Estaba encerrado en lo que por esos días me servía de morada, un caserón de madera pintada de un color entre gris y celeste, ubicado en un barrio impronunciable sobre una calle de similar dicción. Yo hojeaba a desgano una edición completa y ampliada de La guía del autoestopista galáctico que había conseguido por unas pocas coronas en una librería de libros usados en el centro. Sí, en Suecia también hay librerías de libros usados. ¿Quién lo diría?

Finalmente, me decidí a salir. El sistema de transporte público en esa ciudad es genial. A diez metros de la puerta de calle me tomé un bus al centro. Con el mismo boleto, en el centro, me tomé un tranvía hasta el puerto. Y en el puerto, todavía sin volver a pagar, me tomé un ferry que recorría las islas del archipiélago.

Me bajé en la última de las islas. Algunas personas bajaban sus bicicletas. Caminé por un sendero que se internaba en un bosque en el corazón del islote. La calzada estaba cada vez más desdibujada y los árboles a sus costados insistentemente frondosos. Las sombras entraban en la luz y, en cierto momento, me encontré con una oscuridad total. Apreté las tiras de mi mochila con las manos para darme seguridad y seguí caminando. No podía sacarme la sensación de que alguien me observaba. De repente, el camino se abrió en un claro de luz. Cuando estuve a campo abierto, no supe muy bien dónde me encontraba, no veía el puerto y unas nubes de plomo se apoderaban del cielo.

Un lugareño apareció detrás mío en el mismo sendero. Me dijo unas palabras en sueco y, ante mi perplejidad, intentó en inglés. El hombre vivía en la isla desde hacía 40 años aunque, una vez a la semana, iba a trabajar a la ciudad. Consultor de algún tipo, creo recordar que le entendí. Me invitó a tomar café en su cabaña. Miré las nubes en el cielo, se dibujaban amenazantes. Miré la hora en mi reloj; el último ferry de regreso pasaba en dos horas. Cierto mantra de la niñez que versaba sobre desconocidos atravesó el tiempo como una flecha y me resonó en los oídos. Me encogí de hombros y acepté la invitación.

La cabaña estaba hecha de troncos de pino y, aunque acogedora a la vista, dudaba qué tan efectiva sería para resistir a los crudos inviernos que azotaban a esa zona, tan cercana al círculo polar.

George, que así era como se llamaba el hombre, encendió la hornalla la una cocina con un fósforo y lo sopló con pesadez antes de tirarlo a la basura. Unos minutos más tarde estaba tomando el mejor café que tomé en mi vida. Llevábamos charlando varios minutos sobre el acontecimiento del mes preferido de todos los habitantes de aquel país, la boda real, cuando a mi interlocutor, a quién se lo notaba contentísimo de poder practicar su inglés, se le ocurrió mostrarme algo. Lo entendí más por el dedo índice que levantó a la vez que abría exageradamente la boca que por sus esfuerzos en la lengua de Shakespeare. Menos de una centena de segundos más tarde, estaba de vuelta con una cajita metálica.

Depositó el artilugio frente a mí, sobre la mesita ratona que nos acompañaba. George me miraba divertido. Pude observar distintos glifos que la atravesaban. Los reconocí como pertenecientes al alfabeto rúnico, sin poder descifrar una sola palabra.“¿Qué es?”, pregunté.

El hombre se puso de pie y recitó una poesía en el idioma de sus antepasados. Le pedí que me la traduzca y, haciendo un gran esfuerzo, me contó una historia sobre dioses y vikingos, objetos mágicos y barcos que volaban, una doncella y una competencia por su amor.

Según George, Loki, el más astuto de los dioses, había puesto sus ojos sobre una muchacha que estaba a punto de casarse con uno de los más bravos vikingos de cierto poblado. La deidad se le aparecía tomando distintas formas y le hacía maravillosos regalos a fin de caerle en gracia. Cuando su prometido se enteró de esto, entró en cólera y exigió la presencia de Loki, el dios de las travesuras. Éste se presentó ante él y le ofreció una forma de dirimir quién se quedaría con el corazón de la señorita; una carrera en barco hasta cierta isla: el primero en alcanzar la costa sería el vencedor. El vikingo aceptó sin vacilar y al día siguiente se llevó a cabo la competencia.

Loki, que también era conocido como el viajero del cielo, se presentó con un barco que en lugar de navegar por el mar, surcaba el aire. La disputa dio comienzo tras el sonido de un gran cuerno soplado por la propia muchacha. El vikingo empezó a remar con todas sus fuerzas, transpirando y jadeando, mientras que Loki iba muy tranquilo en su embarcación mágica, esperándolo cada vez que le sacaba un buen trecho para poder propinarle una burlona carcajada. La pugna estaba por llegar al final y se veía que el vikingo no podría llegar antes que Loki. Fue entonces que tomó su hacha, se cortó una mano y, con todas las fuerzas que le quedaban, la arrojó hasta la orilla.

Loki, que nunca aceptaba una derrota, enfurecido, mató a la doncella y puso la mano en un cofre de metal. Se lo entregó al vikingo y lo condenó a vivir por siempre.

Miré mi reloj. El último ferry salía en cinco minutos. Me incorporé abruptamente. George me acompañó a la puerta y le extendí la mano para saludarlo y agradecerle la historia. Recién en ese momento lo noté. El frío de esa prótesis ortopédica me heló la sangre.


El otro espejo - cuento

Este cuento es parte de Los caballeros de la Rosa y aparece en la sección Historias escritas bajo tierra. Si te gustó, te agradezco consideres hacer una colaboración para que el libro se pueda imprimir.

El otro espejo

Con un movimiento de muñeca me acomodo la corbata, mientras asomado al espejo me regalo a mí mismo una sonrisa. La afeitada no está como la de la propaganda pero va a tener que servir. No estoy seguro para qué me preparo tanto. Ropa nueva, colonia, debe ser alguna cuestión importante. Importante o una visita al médico. Uno siempre se arregla para ir al médico. La verdad, ahora que lo pienso, me extraña no saber a dónde estoy por ir.

Últimamente me estoy sintiendo extraño. Por un lado está el tema de los recuerdos del pasado. Son muy vagos y en ocasiones se mezclan. Luego están las cuestiones relacionadas a mis planes futuros. Es como si viviera en una especie de limbo. Debe ser por el mucho trabajo que estoy teniendo. Mejor no preocuparse. No preocuparse... en otras circunstancias tal vez podría, pero ahora no. Algo aún más perturbante que desconocer el pasado y no vislumbrar el futuro es lo que me pasa en el presente. Cada tanto siento como desmayos muy profundos. Es como si me quedara tirado, por horas, para luego resurgir, totalmente despierto.

Se volvió a mirar al espejo, pero ahora su ropa era distinta. Calzoncillos largos y una camiseta blanca conformaban su ropaje. Ahí estaban otra vez las lagunas y las migrañas. No recordaba haber salido ni haber vuelto. Ni siquiera se había dado cuenta de que había pasado tanto tiempo. Ya era de noche. Santo Dios, ni siquiera recordaba haberse puesto su ropa de cama.

Mientras se miraba en el cristal una idea descolgada le llegó. Pensó que muchos habían escrito sobre los espejos. A Borges le aterraban y Galeano incluso llenó un libro con ellos. También estaba ese cuento, Consuelo, primer premio en el Certamen Literario para adolescentes “El Puente 2010”, en Santa Fe. Predecible. Todos los cuentos sobre espejos son predecibles.

Ahora estaba frente al espejo afeitándose. Espuma, el metal contra su piel. Alguna gota de sangre. Se enjuagó el rostro y lo secó. Luego, mientras se alejaba, y en el preciso momento en que desaparecía del reflejo, se desvaneció.

Del otro lado del espejo, su alter ego Juanjo Conti, sale del baño tranquilo y toma el desayuno. Ni se imagina que en un mundo paralelo, pero igual de real al suyo, su otro yo seguirá desmayándose y despertando. Muriéndose y resucitando. Cada vez que el verdadero él, desde el lado correcto del espejo, deja el reflejo para ir a vivir su vida.