Automágica: durante 2017 estoy trabajando bastante en Automágica, mi software para editar libros: Más información - Posts relacionados

2 libros de cuentos disponibles para bajar en ePub

Mientras termino la edición de un nuevo libro de cuentos que se va a ir a la imprenta, publico en formato ePub, de forma gratuita y sin DRM los dos últimos libros de cuento que edité/publiqué con Automágica. Espero que los disfruten! Ideales para leer en el celular mientras hacés cola, en el subte o el colectivo:

Santa Furia (.epub)

La prueba del dulce de leche (.epub)

PS: si algo no se ve bien, avisen! Comentarios, correcciones y críticas son siempre bienvenidas!

Nota técnica

Los archivos fueron generados en base a las fuentes Latex utilizando pandoc.


Cuentos leídos

Después de una entrevista en la radio, le propuse a los conductores que pasen un cuento mío por programa y aceptaron.

Ese mismo día pregunté en Twitter si había algún locutor/a que quiera hacerme el favor de leer algunos textos míos porque yo leo falta. Seis segundos después obtuve una respuesta. Alguien que no conocía, alguien con quien nos seguíamos desde hacía solo un día, se ofrecía para el trabajo.

Estos son los cuentos leídos que se transmitieron antes de que termine el año:

PD: estoy preparando un nuevo libro de cuentos para imprimir en febrero y ya se puede precomprar http://booklaunch.io/jjconti/carne-de-los-dioses


Basado en hecho reales...

Un cuento basado en hechos reales...

¿Por qué no cojió esa nocho Guido Pividoni?

A Guido lo conozco de la primaria, pero hasta esa noche no lo había vuelto a ver.

Ya es más de media noche. Estoy llegando tarde al cumpleaños de mi prima y acelero por una avenida libre de autos con la esperanza de llegar a picar algo.

Increible, hice en menos de diez minutos el trayecto que de día me toma media hora.

Hay autos estacionados en toda la cuadra, excepto frente a las cocheras: las opciones son estacionar en la mano contraria o hacerlo tapando la entrada de la casa de mis tíos. Elijo la segunda y después de intentar entrar y volver a salir un par de veces, el auto queda estacionado más o menos donde debería. Camino por detrás del auto. La vereda en esa parte es extremadamente alta, tanto que para llegar desde la calle hay que subir una especie de escalón de un metro: doblo la rodilla y me impulso hacia arriba, con tan mala suerte que golpeo con la cabeza un canasto de basura que el Demonio colgó de uno de los árboles.

Siento el golpe, el repentino ardor. Al no saber qué me golpeó, instintivamente llevo mi cuerpo hacia abajo y termino apoyando las palmas de las manos en el suelo.

Me levanto y me toco la cabeza. Con la yema de dos dedos siento como una parte de cuero cabelludo se me levantó. Me miro la mano y está llena de sangre. Alcanzo a tocar el timbre y el que me abre es uno de los primos pequeños, uno de doce años. Me mira y después se da vuelta: “¡¡¡El tío Juanjo tiene sangre en la cara!!!”. Siento que me pongo pálido. Me acompañan hasta el baño y cuando me veo al espejo tengo media barba de pintura roja. Un par de manos acompaña la herida hasta abajo del chorro de la canilla y desde mi perspectiva veo como un litro de agua colorada se va al desagüe. “Tenemos que ir a una guardia”, dice alguien y cuando me doy cuenta estoy sentado en un auto camino al hospital más cercano. Presiono una toalla oscura contra la herida y siento como la patilla se me pone dura de sangre reseca.

En la guardia me preguntan mi obra social. Me siento a esperar. Cuando ambos brazos ya se me acalambraron de sostener la toalla me hacen pasar. La doctora escarba en mi cabeza para mirar y hace un gestito de dolor. “Te hiciste un siete, vamos a tener que ponerte unos puntos”. Me acuesto y me ponen anestesia local: “esto puede arder”, advierte. Luego, solo siento las sombras de los movimientos de la doctora. Siento la fuerza que hace para que la aguja atraviese mi cuero cabelludo pero no el dolor del pinchazo, siento como tira del hilo para ajustarlo pero es tan vaga la sensación que ni siquiera llego a contar cuántos son los puntos. “Acá podría hacerle un punto más”, dice la doctora. Y le pide un bisturí a la enfermera. Con ayuda del filo me corta un poco de pelo y completa el que dice es el quinto.

“Ahora la enfermera te va a poner la antitetánica”.

La doctora se va y nos deja solos. Ella mira la orden y dice para los dos con un poco de sorpresa: “ah… no es de las que se ponen en el brazo. Te debe haber dado esta para que haga efecto más rápido”.

Miro a la enfermera abrir el descartable y pienso: “¿Qué culpa tiene?”. “¿Qué culpa tiene la enfermera para tener que verme el culo peludo?”.

Salgo rengueando y vuelvo al auto. Ahora vamos a la farmacia a comprar los antibióticos, el material para higienizar la herida y la antitetánica para reponer la que usaron conmigo. Vamos a una de esas 24 horas. Hay dos personas haciendo cola, un viejo y una chica joven. Veo que alguien más quiere sumarse, así que acelero el paso y ocupo el tercer lugar. El que queda cuarto parece tener mi edad.

Llega mi turno y entrego la orden. El farmacéutico la mira: “Mmm, no che, una letra del nombre de la obra social está tachada, fijate, era una F y arriba le hicieron una D. Vas a tener que volver a que te corrijan la orden”. “¿De verdad?”, le digo con la mejor cara de poco amigo que puedo lograr e inclinando levemente la cabeza hacia delante para que me vea los vendajes.

“Dale loco... ¡es un centímetro de tinta!, ¿no podés darmelos igual?”.

Que sí, que no, retórica va, contra retórica viene. Le digo que los dos somos piezas muy chiquitas en un sistema que solo busca exprimirnos el jugo, que si no nos ayudamos entre tuerquitas, no nos ayuda nadie. Lo convenzo. O al menos yo creo haberlo convencido; es eso o decide atenderme solo por la cola de cinco personas que se formó luego de que estuviéramos discutiendo media hora. No importa, la cuestión es que mientras va recolectando los distintos items de mi lista se frena en uno. Trato de no mirar para atrás pero el murmullo de puteadas de los que están en la cola me empuja contra el blindex. “La antitetánica no dice la concentración”. No tengo idea de lo que me habla. “Si no dice la concentración te tengo que vender la de concentración mínima, pero para un adulto se suele usar la de 500. Tendrías que volver a la guardia y que te lo anoten…”. No termina de hablar. Sabe que después de lo de la obra social mal escrita esto es un detalle. Se acerca con la orden y un teléfono: “Acá está el número, llamá y preguntá”. Yo me atrinchero cerca del cuadradito del blindex para evitar que alguien ocupe mi lugar y llamo rápido, pido con la doctora y obtengo la confirmación. “Si, dice que 500”. Podría haber llamado al 110 y habría sido lo mismo.

El farmacéutico me entrega una bolsita con todo y le pago, pero antes de dejar mi lugar la reviso. “Che, una consulta, esto no es iodopovidona, ¿no?”. “A ver… uh, tenés razón, te estaba vendiendo otra cosa”. Le presto atención a la cara de dormido del farmacéutico y ante la duda vuelvo a revisar lo que me vendió, sobre todo los antibióticos. “Hay una diferencia de cuatro pesos”, me grita. “Bueno, dame unos caramelos de miel”, le contesto. Se queda mirándome. “No, vos me tenés que pagar cuatro pesos más”. “Ah… bueno, dale, sí, sí, no hay problema”. A esa altura ya somos casi compinches con el farmacéutico. Miro el reloj, ya pasó una hora desde que le entregue la orden. Me da el frasquito: iodopovidona. Povidona, povidona...

¡AHHHHHHH!, ya se de dónde me sonaba esa cara. Me doy vuelta. El que siguen en la cola es Guido Pividoni, de la primaria. Esa noche por fin había convencido a una compañera del trabajo y habían terminado en su departamento. Cuando ya estaban acostados ella lo frenó en seco: “No, sin forro yo no cojo”. Pividoni buscó en el cajón y no encontró nada. “Para, aguantame”, le dijo. “Bajo a la farmacia y en cinco minutos vuelvo, vos no te muevas de acá”.

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Anoche tuve un pequeño accidente que disparó esta historia.



El pelo en el jabón (remasterizado)

Para el 3er SLAM de poesía oral de Santa Fe rescaté un texto de mi primer libro y lo pulí un poco más. Estoy bastante conforme con el resultado, y en su presentación oral tubo buena aceptación.

El pelo en el jabón

Probablemente un pelo en el jabón sea uno de los objetos más limpios del universo. Sin embargo, cuando uno —con su cuerpo transpirado y el pelo sucio— se dirige a la ducha para descargar ahí toda la mugre del día —del cuerpo y del alma— y se encuentra un pelo en el jabón...

¡Ah! que desazón y que violencia, que sentimiento de violación a la intimidad de las gotas de agua que están cayendo sobre nosotros.

Es que es tal la relación que se tiene con el jabón, ese pan blanco protector y confidente, que el solo hecho de encontrar un pelo incrustado, cual fosil en piedra, nos recuerda que el vínculo que nos une a él, no es inmaculado.

Más personas frotan su cuerpo transpirado en él.

Y entonces, entre parientes y amigos, empezamos a buscar sospechosos.

Lo medimos, estudiamos su color, ¿rubio oscuro o castaño claro? ¿De qué parte del cuerpo de ese vil rufián será el pelo? Demasiado corto para cabellera de mujer, demasiado largo para pelo de pierna de hombre.

La cadena de deducciones se congela en el cerebro y el estómago se nos revuelve. Con las uñas y precisión quirúrgica nos animamos, lo sujetamos y lo retiramos de su soporte pastoso. Lo sostenemos ante nuestros ojos para examinarlo mejor. Reflexionamos. Una nueva inspección ocular. Parece que sí. Falsa alarma. Se trataba de un pedazo de hilo que se escapó del calzoncillo mientras lo lavábamos rasguñando su textil composición la noche anterior. Ahora sí, fuera de peligro podemos bañarnos tranquilos. Pero... ¿qué sucede? Se terminó el agua caliente.

https://www.youtube.com/watch?v=xPc6-Qdli-w


Este año cree Automágica

AutomágicaEste año cree Automágica, mi editorial unipersonal.

El objetivo es automatizar el camino del texto al libro-objeto-papel utilizando herramientas de programación, terciarizando lo que no se o no me gusta hacer

La cree para imprimir Xolopes, mi primera novela, pero en diciembre, antes de cerrar el año, imprimí dos libros de cuentos: Santa Furia y La prueba del dulce de leche.


Cuento Bicicleta (video)

El 24 a la noche, sentado en el baño, leí el anuncio de una competencia: SLAM Guerrilla Navideño. La consigna era filmarse leyendo algo y subirlo en el momento; unas horas mas tarde se anunciaría el ganador. El objetivo era claro: divertirse.

Ya había tomado algunos Ananá Fizz (diciembre es el único mes del año en el que bebo y bebo solo esa bebida), y no le puse al texto la expresividad característica del SLAM que se puede lograr en un relato oral, y por su puesto no gané. Pero ya está filmado, así que se los comparto. ¡Feliz año nuevo!

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Este cuento forma parte del libro La prueba del dulce de leche.


Nueva edición de Santa Furia

Ayer busqué en la imprenta una nueva edición de Santa Furia que hice para seguir experimentando con mi editorial Automágica. Es una versión extendida del libro que fue publicado este año por La Gota. Si alguien quiere un ejemplar, me chifla.

Santa Furia


La prueba del dulce de leche (un cuento regalo de cumpleaños para mi amigo Ale)

Era otoño de 2003 o 2004. Estábamos en la cocina del departamento estudiando Análisis Matemático 1 cuando Ale propuso hacer un corte. Levantamos los apuntes y pusimos un mantel a cuadros rojo. De la heladera sacamos manteca y un tarro de dulce de leche. Yo puse la pava para preparar café y le dije a uno de los otros que busque el pan en la bolsa de tela que colgaba de la pared.

Los otros eran el Chapa, el Chami y Dimitri. Ellos y Ale estudiaban Ingeniería Industrial. Yo estudiaba Ingeniería en Sistemas, pero preparaba con ellos algunas materias comunes.

El Chapa debía su apodo a la imposibilidad de que el resto de los habitantes del mundo universitario, alumnos, docentes y no docentes, pronuncien su apellido: Schlapbach.

Del Chami no estoy seguro de recordar bien su apodo, así que a falta de uno mejor, voy a usar ese en este relato. Lo único que recuerdo del Chami eran sus brazos peludos. Un par de ramas con frondosa vegetación. Pelos negros y duros. Era como si tuviera cejas en los brazos.

Algo parecido me pasa con Dimitri. No estoy seguro si ese era su nombre. Recuerdo sí, que tenía un nombre imponente, con fuerza, un nombre que no era común en personas de nuestra edad. Bien podría haberse llamado Tritón o algo por el estilo. No recuerdo. Solo recuerdo que tenía una melena de rulos que le llegaban a la mitad de la espalda.

Repasando entonces, los personajes de la historia somos: Ale y yo, compartiendo un departamento de estudiantes, alguien con un apellido raro, alguien con brazos peludos y alguien con rulos hasta la espalda.

Ale, el Chapa, el Chami, Dimitri y yo, luego de haber estado haciendo ejercicios de derivadas e integrales por unas tres horas decidimos hacer un corte para merendar.

Los cuchillos sobrevolaban el mantel como pequeños aeroplanos bimotores y todos hablábamos a la vez.

---Pasame el cuchillo.

---No ese no, el de untar.

---Alcanzame la manteca.

---Cortame una rodaja.

---Dulce de leche, por favor.

---¿Toman con leche el café?

---Yo sin nada, ni azúcar.

En un momento dado solo se escuchaban los maxilares trabajar. La armoniosa melodía fue interrumpida con un anuncio:

---Voy al baño ---dijo el Chami.

Unos minutos más tarde, lo volvimos a escuchar.

Su voz era como de ultratumba, porque venía del baño, escalaba la puerta entreabierta, atravesaba el pasillo, doblaba hacia la cocina y nos llegaba ya bastante amortiguada:

---¡No hay papel!

Ale, sin dejar de atender al pan con manteca y dulce de leche que estaba preparando le contestó de forma automática:

---Usá el bidet.

El Chami hizo como que no escuchaba y volvió a pedir:

---¡Traiganme papel, que se terminó!

Entonces yo, que conocía esa sensación de impotencia, ese estar parado con las piernas tan separadas como permite el pantalón bajo, las rodillas algo flexionadas, sosteniendo la levedad del ser con una mano en el picaporte del lado de adentro, yo, que había estado ahí, me levanté y le busqué un rollo.

Cuando el Chami volvió a la mesa, había cierto desconcierto en sus ojos. Interrogación.

---¿Vos usás bidet, Ale?

---Sí, es lo mejor que hay. Mucho más higiénico que andar limpiándose con un pedazo de papel.

---Pero… pero… el bidet lo usan las minas… ---balbuceó.

---Yo no soy mina y lo uso ---contestó Ale, serio.

Parecía que la diferencia estaba saldada, pero el Chami seguía incrédulo.

Se planteó entonces ahí, en el medio de la cocina, con las rodajas de pan untadas como mudos testigos, una batalla intelectual. Se encontraban dos escuelas. La escuela del papel higiénico y la escuela del bidet.

El Chami y Ale empezaron a discutir, dando cada uno sus argumentos. Gritaban, gesticulaban.

Que el chorro limpia mejor, decía uno.

Que el chorro limpia de más, replicaba el otro.

Que el papel raspa, decía uno.

Porque el papel que usas vos es berreta, decía el otro.

Cuando intentaron hacernos partícipes, el Chapa, Dimitri y yo, miramos para otro lado y no nos dimos por aludidos. No teníamos una posición tan firme en la materia.

Los dos oponentes seguía exponiendo sus argumentos y en un momento dejaron de presentar ideas probadas para ponerse a teorizar sobre el asunto.

Que la cantidad de papel gastado y la ecología.

Que los litros de agua desperdiciados y el papel reciclado.

Que el calentamiento global.

Que la extinción del pez rana.

El café que quedaba en las tazas ya se había enfriado y parecía que el enfrentamiento no tendría fin. Pero algo pasó.

De repente, sorprendiéndonos a todos con una jugada definitiva, Ale le untó dulce de leche con un cuchillo en el brazo al Chami, arrancó una hoja de su cuaderno y le gritó:

---¡Tomá, dale, sacate el dulce de leche con este papel!

Ale y Juanjo en los años de universidad Ale y Juanjo en los años de universidad