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Borges y la metáfora

Durante el primer sábado de la feria, Santiago de Luca y Estanislao Giménez Corte dieron una charla titulada Charla al alimón, Borges y la metáfora.

Grabé con el celular el audio de pero el resultado no es tan bueno debido al ruido que hacía un foco que se estaba por quemar. Pero para alguien que quería asistir y no puedo, ¡es mejor que nada!

Parte 1:

Parte 2:

Preguntas y respuestas al final del misma:

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Borges contra los audio books

Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.

Jorge Luis Borges, El libro.


Historia del guerrero y la cautiva

Transcribo este cuento de Jorge Luis Borges por que quise linkearlo y no lo encontré en Internet.

Historia del guerrero y de la cautiva

En la página 278 del libro La poesia (Bari, 1942), Croce, abreviando un texto latino del historiador Pablo el Diácono, narra la suerte y cita el epitafio de Droctulft; éstos me conmovieron singularmente, luego entendí por qué. Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el asedio de Ravena abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los raveneses le dieron sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su gratitud ("contempsit caros, dum nos amat ille, parentes") y el peculiar contraste que se advertía entre la figura atroz de aquel bárbaro y su simplicidad y bondad:

Terribilis visu facies mente benignus, Longaque robusto pectores barba fuit! (1).

Tal es la historia del destino de Droctulft, bárbaro que murió defendiendo a Roma, o tal

es el fragmento de su historia que pudo rescatar Pablo el Diácono. Ni siquiera sé en qué

tiempo ocurrió: si al promediar el siglo VI, cuando los longobardos desolaron las

llanuras de Italia; si en el VIII, antes de la rendición de Ravena. Imaginemos (éste no es

un trabajo histórico) lo primero.

Imaginemos, sub specie aeternitatis, a Droctulft, no al individuo Droctulft, que sin duda

fue único e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo genérico que de él y de

otros muchos como él ha hecho la tradición, que es obra del olvido y de la memoria. A

través de una oscura geografía de selvas y de ciénagas, las guerras lo trajeron a Italia,

desde las márgenes del Danubio y del Elba, y tal vez no sabía que iba al Sur y tal vez no

sabía que guerreaba contra el nombre romano. Quizá profesaba el arrianismo, que

mantiene que la gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es

imaginarlo devoto de la Tierra, de Hertha, cuyo ídolo tapado iba de cabaña en cabaña en

un carro tirado por vacas, o de los dioses de la guerra y del trueno, que eran torpes

figuras de madera, envueltas en ropa tejida y recargadas de monedas y ajorcas. Venía de

las selvas inextricables del jabalí y del uro; era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a

su capitán y a su tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que

no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud. Ve el día y los cipreses y el mármol.

Ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de

estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de

espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella;

lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero

en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo arco,

con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y

lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no

empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y

que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y

pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban palabras que él no hubiera entendido:

Contempsit caros, dum nos amat ille, parentes, Hanc patriam reputans esse, Ravenna, suam.

No fue un traidor (los traidores no suelen inspirar epitafios piadosos); fue un iluminado,

un converso. Al cabo de unas cuantas generaciones los longobardos que culparon al

tránsfuga procedieron como él; se hicieron italianos, lombardos y acaso alguno de su

sangre —Aldíger— pudo engendrar a quienes engendraron al Alighieri... Muchas

conjeturas cabe aplicar al acto de Droctulft; la mía es la más económica; si no es

verdadera como hecho, lo será como símbolo.

Cuando leí en el libro de Croce la historia del guerrero, ésta me conmovió de manera

insólita y tuve la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo que había sido mío.

Fugazmente pensé en los jinetes mogoles que querían hacer de la China un infinito

campo de pastoreo y luego envejecieron en las ciudades que habían anhelado destruir;

no era ésa la memoria que yo buscaba. La encontré al fin; era un relato que le oí alguna

vez a mi abuela inglesa, que ha muerto.

En 1872 mi abuelo Borges era jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur

de Santa Fe. La comandancia estaba en Junín; más allá, a cuatro o cinco leguas uno de

otro, la cadena de los fortines; más allá, lo que se denominaba entonces la Pampa y

también Tierra Adentro. Alguna vez, entre maravillada y burlona, mi abuela comentó su

destino de inglesa desterrada a ese fin del mundo; le dijeron que no era la única y le

señalaron, meses después, una muchacha india que atravesaba lentamente la plaza.

Vestía dos mantas coloradas e iba descalza; sus crenchas eran rubias. Un soldado le dijo

que otra inglesa quería hablar con ella. La mujer asintió; entró en la comandancia sin

temor, pero no sin recelo. En la cobriza cara, pintarrajeada de colores feroces, los ojos

eran de ese azul desganado que los ingleses llaman gris. El cuerpo era ligero, como de

cierva; las manos, fuertes y huesudas. Venía del desierto, de Tierra Adentro, y todo

parecía quedarle chico: las puertas, las paredes, los muebles.

Quizá las dos mujeres por un instante se sintieron hermanas, estaban lejos de su isla

querida y en un increíble país. Mi abuela enunció alguna pregunta; la otra le respondió

con dificultad, buscando las palabras y repitiéndolas, como asombrada de un antiguo

sabor. Haría quince años que no hablaba el idioma natal y no le era fácil recuperarlo.

Dijo que era de Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los había

perdido en un malón, que la habían llevado los indios y que ahora era mujer de un

capitanejo, a quien ya había dado dos hijos y que era muy valiente. Eso lo fue diciendo

en un inglés rústico, entreverado de araucano o de pampa, y detrás del relato se

vislumbraba una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los

festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el

asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las

haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia. A esa barbarie se

había rebajado una inglesa. Movida por la lástima y el escándalo, mi abuela la exhortó a

no volver. Juró ampararla, juró rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era feliz y

volvió, esa noche, al desierto. Francisco Borges moriría poco después en la revolución

del 74; quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y

transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino...

Todos los años, la india rubia solía llegar a las pulperías de Junín, o del Fuerte Lavalle,

en procura de baratijas y "vicios"; no apareció, desde la conversación con mi abuela. Sin

embargo, se vieron otra vez. Mi abuela había salido a cazar; en un rancho, cerca de los

bañados, un hombre degollaba una oveja. Como en un sueño, pasó la india a caballo. Se

tiró al suelo y bebió la sangre caliente. No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro

modo, o como un desafío y un signo.

Mil trescientos años y el mar median entre el destino de la cautiva y el destino de

Droctulft. Los dos, ahora, son igualmente irrecuperables. La figura del bárbaro que

abraza la causa de Ravena, la figura de la mujer europea que opta por el desierto,

pueden parecer antagónicos. Sin embargo, a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un

ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido

justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el

reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.

A Ulrike von Kühlmann

(1) También Gibbon (Decline and Fall, XLV) transcribe estos versos.


Antología de literatura fantástica

El fin de semana empecé a leer la Antología de literatura fantástica de Borges, Bioy Casares y Ocampo.

Me recomendaron que cuando lo termine siga con:

    <li>Cuentos breves y extraordinarios</li>
    
    <li>El libro del cielo y el infierno</li>
    
    <li>El libro de los seres imaginarios</li>
    


    Borges en Zafón

    Juramento y Cabildo es una intersección famosa en la Ciudad de Buenos Aires. Coincide con la estación Juramento de la línea D y una de las 4 esquinas se conoce como la esquina del encuentro, por que siempre hay gente ahí esperándose. Así me lo comentó Luciano, cuando quedamos en que me buscaría por allí.

    Uno de los días, mientras esperaba, me mentí en una librería a hojear volúmenes. Encontré uno interesante llamado El libro de los libros, que tenía cuentos en donde los protagonistas eran libros y las ilustraciones eran cuadros con libros como objeto principal. Intenté elegir uno al asar pero la fuerza de uno de los autores me impidió seguir deslizando el dedo por el índice. El cuento era El libro de arena y el autor Borges.

    Lo que sigue puede ser considerado como spoiler del cuento, así que si no lo leíste anda, leelo y volvé. No es largo. Te espero.

    No he leído mucho a Borges, por lo que voy a comentar no está relacionado con lo que podría aportar un estudioso de la materia, su obsesión con el infinito y todo lo demás. Lo que quiero comentar tiene lugar varios años después de la muerte de Borges, cuando el español Carlos Ruiz Zafón escribe su novela más famosa, La sobra del viento.

    En El libro de Arena, un viejo Borges se vuelve loco al poseer de manos de un vendedor de biblias un libro infinito, infinito como la arena. Sin principio y sin bien. Es atrapado de tal forma que se pasa los días revisándolo, anotando los números de las páginas e incluso cuando está durmiendo, sueña con él. En una última jugada, antes de ser atrapado completamente lo lleva a perder, como quien pierde a un perro, en un lugar donde nadie lo pueda encontrar:

    Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y  los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.

    En La sombra del viento aparece un lugar ficticio en Barcelona llamado El cementerio de los libros olvidados.

    Este lugar es un misterio, Daniel, es un santuario. Cada libro, cada uno que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciudad. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo a mí. Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Daniel.


    Borges hacker

    Dijo nuestro escritor por excelencia:

    "Uno llega a ser grande por lo que lee y no por lo que escribe."

    BORGES, Jorge Luis

    Escritor argentino.

    Años más tarde, desde los más oscuros rincones de la web 2.0 y las redes sociales, el espíritu del poeta infunde a la juventud. Distinto oficio, misma verdad:

    Los mejores programadores no son los que más código escriben, sino los que más código leen. @alejolp


    Los Justos (una historia de peer-to-peer)

    Leyendo Barrapunto llegué hasta este relato en Orsai, el blog de un periodita argentino que vive en Barcelona.

    Me hizo acordar a un amigo a quien le gustan las series de ciencia ficción y una vez me contaba que "Ya está armado el circuito" (desde quien publica el video, los traductores.. ) De verdad, sin deperdicio, transcribo aca el relato:

    Los miércoles a las nueve de la noche, hora de Nueva York, la cadena norteamericana ABC emite una serie de televisión que me gusta. A esa misma hora un mexicano llamado Elías, dueño de un vivero en Veracruz, la está grabando directamente a su disco rígido, y tan pronto como acabe subirá el archivo a Internet, sin cobrar un centavo por la molestia. Tiene esta costumbre, dice, porque le gusta la serie y sabe que hay personas en otras partes del mundo que están esperando por verla. Lo hace con dedicación, del mismo modo que trasplanta las gardenias de su jardín para que se reproduzca la belleza.

    A las once de la noche de ese mismo miércoles, Erica, una violinista canadiense de venticuatro años que ama la música clásica, baja a su disco rígido la copia de Elías y desgraba uno a uno los diálogos para que los fanáticos sordomudos de la serie puedan disfrutarla; distribuye esos subtítulos en un foro tan rápido como puede. No cobra por ello ni le interesa el argumento: lo hace porque su hermano Paul nació sordo y es fanático de la serie, o quizás porque sabe que hay otra mucha gente sorda, además de su hermano, que no puede oír música y debe contentarse con ver la televisión.

    A las 3:35 de la madrugada del jueves, hora venezolana, Javier baja en Caracas la serie que grabó Elías y el archivo de texto que redactó y sincronizó Erica. Javier podría ver el capítulo en idioma original, porque conoce el inglés a la perfección, pero antes necesita traducirlo: siente un placer extraño al descubrir nuevas etimologías, pero más que nada le place compartir aquello que le interesa. Para no perder tiempo, Javier divide el texto anglosajón en ocho bloques de tamaños parecidos, y distribuye por mail siete de ellos, quedándose con el primero.

    Inmediatamente le llega el segundo bloque a Carlos y Juan Cruz, dos empleados nocturnos de un Blockbuster boneaerense que suelen matar el tiempo jugando al ajedrez, pero que ocupan los miércoles a la madrugada en traducir una parte de la serie, porque ambos estudian inglés para dejar de ser empleados nocturnos, y también porque no se pierden jamás un capítulo.

    El tercer bloque de texto lo está esperando Charo, una ceramista de Alicante que está subyugada por la trama y necesita ver la serie con urgencia, sin esperar a que la televisión española la emita, tarde y mal doblada, cincuenta años después. El cuarto bloque lo recibe María Luz, una tipógrafa rubia y alta que trabaja, también de noche, en un matutino de Cuba: María Luz deja por un momento de diseñar la portada del diario y se pone rápidamente a traducir lo que le toca. Dice que lo hace para practicar el idioma, ya que desea instalarse en Miami.

    El quinto bloque viaja por mail hasta el ordenador de Raquel y José Luis, una pareja andaluza que vive de lo poco que le deja una librería en el centro de Sevilla. Llevan casados más de venticinco años, no han tenido hijos, y hasta hace poco traducían sonetos de Yeats con el único objeto de poder leerlos juntos, ella en un idioma, él en otro. Ahora, que se han conectado a Internet, descubrieron que además de buena poesía existe también la buena televisión.

    El sexto bloque le llega a Ricardo, en Cuzco: Ricardo es un homosexual solitario —y muchas noches deprimido— que traduce frenéticamente mientras hace dormir a su gato Ezequiel. El séptimo lo recibe Patrick, un inglés con cara de bueno que viajó a Costa Rica para perfeccionar su español, lo desvalijó una pandilla casi al bajar del avión pero igual se enamoró del país y se quedó a vivir allí. Y el octavo bloque le llega, al mismo tiempo que a todos, a Ashley, una chica sudafricana de madre uruguaya que es fanática de la serie porque le recuerda (y no se equivoca) a su libro favorito: La Isla del Tesoro.

    Los ocho, que jamás se han visto las caras ni tienen más puntos en común que ser fanáticos de una serie de la televisión o de un idioma que no es el materno, traducen al castellano el bloque de texto que le corresponde a cada uno. Tardan aproximadamente dos horas en hacer su parte del trabajo, y dos horas más en discutir la exactitud de determinados pasajes de la traducción; después Javier, el primero, coordina la unificación y el envío a La Red. Ninguno de los ocho cobra dinero para hacer este trabajo semanal: para algunos es una buena forma de practicar inglés, para otros es una manera natural de compartir un gusto.

    A esa misma hora Fabio, un adolescente a destiempo que vive en Rosario, a costas de sus padres a pesar de sus 23 años, encuentra por fin en el e-mule la traducción al castellano del texto. Con un programa incrusta los subtítulos al video original, desesperado por mirar el capítulo de la serie. A veces su madre lo interrumpe en mitad de la noche:

    —¿Todavía estás ahí metido en Internet, Fabio? ¿Cuándo vas a hacer algo por los demás, o te pensás que todo empieza y termina en vos?

    —Tenés razón mamá, ahora mismo apago —dice él, pero antes de irse a dormir coloca el archivo subtitulado en su carpeta de compartidos para que cualquiera, desde cualquier máquina, desde cualquier lugar del mundo, pueda bajarlo. Fabio jamás olvida ese detalle.

    Los jueves suelo levantarme a las once de la mañana, casi a la misma hora en que Fabio, a quien no conozco, se ha ido a dormir en Rosario. Mientras me preparo el mate y reviso el correo, busco en Internet si ya está la versión original con subtítulos en español de mi serie preferida, que emitió ocho horas antes la cadena ABC en Estados Unidos. Siempre (nunca ha fallado) encuentro una versión flamante y me paso todo el resto de la mañana bajándola lentamente a mi disco rígido, para poder ver el capítulo en la tele después de almorzar. Mientras espero, escribo un cuento o un artículo para Orsai: lo hago porque me resulta placentero escribir, y porque quizás haya gente, en alguna parte, esperando que lo haga.

    El artículo de este jueves habla de Internet. Dice, palabras más, palabras menos, algo que hace venticinco años dijo Borges mucho mejor que yo, en un poema maravilloso que se llama Los Justos:

    "Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.

    El que agradece que en la tierra haya música.

    El que descubre con placer una etimología.

    Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.

    El ceramista que premedita un color y una forma.

    Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.

    Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.

    El que acaricia a un animal dormido.

    El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.

    El que agradece que en la tierra haya Stevenson.

    El que prefiere que los otros tengan razón.

    Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo."